domingo, 25 de febrero de 2018

El roce hace el cariño





Por eso acaba uno tan autoreferencial.

miércoles, 21 de febrero de 2018

La palabra lilas casi tan alta como ancha

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Germaine Roussel, 52 años, nacida en Amiens, obrera en una fábrica metalúrgica de la región parisina, vive en Romainville desde hace once años. No sabe leer, ni escribir. Se educó en La Asistencia pública, luego se colocó en casa de unos granjeros de Somme, y terminó obrera en una fábrica, madre de dos niños y sola para criarlos. Nunca tuvo «ocio» para recuperar el tiempo perdido. Hemos intentado vencer nuestra timidez ante Germaine Roussel para lograr que nos describa su universo o, si se quiere, como ella misma lo llama, su enfermedad.
-¿Hay palabras que usted reconoce sin saberlas leer?
-Hay tres. Las palabras de las estaciones de metro que tomo todos
los días: Lilas y Chátelet, y mi nombre de soltera: Roussel.
-¿Las reconocería usted entre muchas otras?
-Entre una veintena, creo que las reconocería.
-¿Cómo las ve usted, como dibujos?
-Digamos que sí, como dibujos. La palabra Lilas, es tan alta casi
como ancha, es bonita. La palabra Chátelet, es demasiado alargada,
me parece menos bonita. Es muy diferente a la vista de la palabra
Lilas.
-Cuando se ha encontrado usted intentando aprender a leer, ¿le
ha parecido difícil?
-No puede usted hacerse una idea. Es algo terrible.
-¿Por qué principalmente?
-No lo sé muy bien. Quizá porque es tan… pequeño. Perdóneme
usted, es natural, tampoco sé expresarme.
-Le resulta muy difícil vivir en París, ¿verdad? ¿Desplazarse?
-Cuando se tiene lengua, se puede ir a Roma.
-¿Cómo se las arregla?
-Hay que preguntar mucho, y pensar. Pero, sabe usted, reconocemos
muy deprisa, más deprisa que los demás. Somos como los ciegos,
vaya, tenemos rincones donde nos orientamos. Luego se pregunta.
-¿Mucho?
-Diez veces más o menos para hacer un viaje a París, cuando dejo
Romainville. Están los nombres de los metros, y uno se equivoca,
hay que volver atrás, volver a preguntar, luego el nombre de las calles,
de las tiendas, los números.
-¿Los números?
-Sí, yo no sé leerlos. Los sé contar muy bien en mi cabeza para mi
paga y mis compras, pero no los sé leer.
-¿Nunca dice usted que no sabe leer?
-Nunca. Siempre digo lo mismo, que he olvidado las gafas.
-¿Alguna vez se ve obligada a decirlo?
-Alguna vez sí, para las firmas, en la fábrica, en el Ayuntamiento.
Pero fíjese usted, siempre me pongo colorada, cuando tengo que
decirlo. Si usted estuviera en mi caso como otros, lo comprendería.
-¿Y para su trabajo?
-En el contrato, no lo digo. Cada vez pruebo suerte. En general
funciona, excepto cuando hay las fichas de horas que hay que rellenar
todas las tardes. Aparte de eso, finjo.
-¿En todas partes?
-En todas partes, en el trabajo, en las tiendas, finjo mirar las básculas,
las etiquetas. También tengo miedo de que me roben, de que
me engañen, desconfío siempre.
-¿Le crea dificultades incluso en su trabajo?
-No, trabajo bien. Me veo obligada a prestar atención más que los
demás. Reflexiono, presto mucha atención. Va bien.
-¿Para las compras de su casa?
-Sé todos los colores de todas las marcas de productos que utilizo. Cuando quiero cambiar de marca, una compañera me acompaña.
Luego, me acuerdo de los colores de la nueva marca. Tenemos
mucha memoria, nosotros.
-¿Cuáles son sus distracciones, el cine?
-No. El cine, no lo comprendo. Va demasiado deprisa, no comprendo
cómo hablan. Y, sobre todo, hay demasiadas escrituras que
bajan. La gente lee letras. Luego, ya están emocionados o contentos,
mientras que yo no entiendo nada. Voy al teatro.
-¿Por qué al teatro?
-Da tiempo a escuchar. Las personas dicen todo lo que hacen. No
hay nada escrito. Hablan lentamente. Comprendo un poco.
-¿A parte de esto?
-Me gusta el campo, los deportes para ver. No soy más tonta que
otra, pero al no saber leer, se es como un niño.
-¿Le molesta la gente que habla por la radio, por ejemplo?
-Sí, lo mismo que en el cine. La gente utiliza palabras que están
en los libros. Si no estoy acostumbrada a esta gente ni a estas palabras,
luego hay que explicarme lo que dicen con mis palabras.
-¿Olvida usted alguna vez que no sabe leer?
-No, pienso en ello siempre tan pronto como estoy fuera. Es cansado,
hacer perder tiempo. Con tal de que no se note, esto es lo que
uno piensa todo el tiempo. Se tiene miedo siempre.
-¿Cómo?
-No sabría cómo contárselo. Me parece que esto debe verse, no
es posible.
Marguerite Duras
France-Observateur 1957

martes, 6 de febrero de 2018

Ya era tarde y he decidido volver a las clases de Margaritte Duras.




"—Le he dicho que era preciso verlo.
Que hacia el mediodía el silencio que hay en Atenas es tal… con el calor aumentando…
La ciudad se vacía a la hora de la siesta, cerrada como la noche…
… que había que asistir al crecimiento del silencio…
Me acuerdo, le dije: poco a poco uno se pregunta lo que ocurre, esa desaparición del sonido con la subida del sol…
Entonces llega el miedo. No a la noche, sino como un miedo a la noche en la claridad. El silencio de la noche a pleno sol. El sol en el cenit y el silencio de la noche. El silencio en el centro del cielo y el silencio de la noche.
Cuando los demás llegaron, casi a las dos de la tarde, volvimos a bajar hacia la ciudad, Atenas, y luego nada más pasó.
Nada.
Nada más que siempre, en todas partes, esa carencia de amar.
—En el Museo cívico de Atenas, la tarde del día siguiente…
—Ah, sí… es cierto… lo había olvidado… mire lo que son las cosas…
… y luego le había hablado de la otra historia, de las otras personas…
—Es sábado. A la noche. En primavera.
Es casi el comienzo del verano. En el mes de junio.
El hombre de la historia trabaja.
Cubre el horario nocturno de un centro de telecomunicaciones.
Se aburre.
París vacía. La primavera. Un sábado. Tiene veinticinco años. Solo.
Tiene algunos números de conexión con el abismo telefónico. Los marca. Dos números. Tres números.
—Y luego ya está.
Aquí está ella.

Estamos en 1973.
En aquella época de su vida llevaba un diario y dice que anotó muchas cosas. Pero que después no. Dejó de hacerlo. Dejó de hacerlo poco después de que ella comenzara la historia, la historia de amor.
Historia sin imágenes.
Historia de imágenes negras.
Entonces, empieza ella.

Ella le habla por teléfono al mismo tiempo que él en el espacio y en el tiempo.
Se hablan.
Hablan.
—Se describen. Ella dice que es una joven de pelo negro. Largo.
—Él dice que también es joven, rubio, con ojos muy azules, alto, casi delgado, hermoso.
—Ella le cuenta lo que hace. Primero le dice que trabaja en una fábrica. Otra vez le dice que regresa de China. Le cuenta un viaje a China.
—Y en otra ocasión le dice que estudia medicina, con el propósito de incorporarse a los Médicos sin Fronteras.
—Pareciera que ella se atuvo en adelante a esta versión. Que ya no cambió nada. Que nunca hubiese dicho otra cosa que esto: que terminaba su carrera de medicina, que era residente de un hospital de París.
—Él dice que ella habla muy bien. Con facilidad. Que no es posible evitar escucharla.
Creerla."

sábado, 3 de febrero de 2018

Entre sonidos.





Chilla la madre china en el piso de arriba. Está bien preguntarse qué puñetas dice, pero los ha hecho llorar. Vivo escoltada por niños diversos, los tres de la habitación de arriba cantan en chino y los tres de abajo cantan jotas. Si lo piensas no es una tontería dormir en medio de dos ritmos tan diferentes. Aunque la cosa es que canten, porque se había quedado triste el edificio desde que se fue Marcia llevándose los olores y los sonidos de República Dominicana.

Mientras oigo todo eso amueblo mi sedentarismo. Me estoy inventando un ecosistema acuático en la galería de la cocina. Contaba Octavio Paz que después de un terremoto, por la rajadura, creció una hiedra en su habitación, y esa imagen me obsesiona.  Estoy inaugurando un género en mi life: el de los espacios definitivos y reposados. Hasta los libros se han puesto rectos. La casa es el segundo cuerpo, y el edificio lo que lo rodea. Voy a seguir atenta a lo que suena arriba y abajo.