miércoles, 9 de marzo de 2016

Diluvia en Puebla.




Puebla está diseñada para que cuando haya sol en una acera en la otra de la sombra, menos hoy, que está diluviando. Su mapa es una malla perfecta: Norte, Sur, Oriente, Poniente. Conocer la ciudad es conocer las intersecciones y sus redículas gremiales: la diez con la cinco si buscas un cable, eso se llama “La plaza de la computación”, por aquí, en la 3Sur, tenemos imprentas y papelerías, pero hoy me he comprado un cuaderno en una de las del centro, en la zona neta de las papelerías, no sé en qué intersección, ni en qué contabilidad, ni en qué sueño, ni en qué época. Nunca había visto tantas cosas juntas. 

El chico que me ha enseñado los cuadernos me ha dado un papelito con el número 44 cuando he elegido el naranja, he ido con el número a la caja y me han dado otro, el 16, con el que he pasado por paquetería para recogerlo. Las señoras, casi siempre mayores, que están en paquetería viven de las propinas. Es una metáfora perfecta de la situación laboral que perdura y se agrava en el Siglo XXI: hay más empleados que clientes porque apenas cobran. También hacemos cosas así de inútiles, aunque más disimuladas, los pobres del norte. No hay trabajo, pero hay necesidad de comer y ganas de esclavos. El hambre con las ganas de comer, que decía mi madre. Y ya que nos remontamos a mujeres del siglo pasado hay que releer a Simone Weil y a Hanna Arendt prediciendo con exactitud, hace cien años, que esto iba a recrudecerse con la revolución tecnológica que venía. O quizá habrá que volver a ver el capítulo en el que pedalean los de Black Mirror para ganar un sueldo.

Pero volviendo a Puebla, parece mentira que fuera fundada sesenta y un años antes de que naciera Descartes, que no tuvo noticia de su existencia. Está situada entre volcanes, con la punta del cono económico en el Zocalo, y todo se mide por la distancia hasta ese axi mundi. En el plano de la oficina de turismo no aparecen calles más allá de la 25, donde empiezan las líneas rojas, la frontera con el más allá. Afecta vivir en una ciudad precartesiana.  Hibridación de las matemáticas mayas y los afanes colonialistas, me gusta imaginar, aunque sé que no, que colonialista sólo. Me pongo muy geométrica y muy pitagórica por aquí, donde veía objetos veo cuatros, nueves, sietes y cincos.

Por cierto, que donde los Salvadoreños dicen “mero” los mexicanos dicen “neto”. Ayer, en el autobús “cremita”, cuando volvía de la universidad, tuve un tremendo ataque de nostalgía salvadoreña. O quizá fue un inmejorable recuerdo de cuando tenía treinta años.

Siempre se tarda mucho en llegar, por fin he comprado un cable nuevo, he pasado un mes de delicadezas para que no hiciera contacto el cargador, que me desconectaba cuando  quería. Una tensión que ha durado hasta esta mañana, cuando me disponía a escribir y de un tropezón lo he segado desde el cuello. Pese a la perfección de la cuadrícula poblana logro perderme, hoy he tirado a la 3Norte por error y he descubierto los puestos de pescado. Mañana cambiaré de botas.

Todo el mundo va muy abrigado, hasta bufandas he visto. Me he pegado la mañana trasegando cuadrículas, cuando arreciaba el agua me metía en alguna iglesia, me arrimaba a una plancha de chalupas o me reanimaba con el musicón desgarrado de una zapatería. Hace un día para pasar la tarde en la cama viendo llover y leyendo los buenos libros del Escarpa, también a eso he venido. O quizá vuelva a ver Dead Man. El otro día la tranquilidad de Juan Cruz Moctezuma, que me inició en el primer mezcal con gusano, me recordó al William Blake de Jarmuch. Fumo mucho menos, compro los peores cigarrillos y los escondo en el cajón de la cocina. Además  Mariana, la profesora de yoga, me colocó los hombros ayer, y aún no se han desencajado.