martes, 17 de mayo de 2011

Pesadillas agrarias


Siempre me reconfortó el campito, que dice Eva, siempre me han arropado campesinos, jardineros y agrónomos con ese otro sentido del tiempo. Tienen la concentración alegre que da estar asistiendo todos los días a un montón de milagros pequeños, la tranquilidad de tener iniciados diálogos infinitos, la riqueza de conocer cada matita por su nombre.

Ellos dicen que esto es mentira, que es mi imagen idílica, pero todos cultivan sus propias hortalizas. Yo me arrimo para que me cuenten historias pormenorizadas, lentas y hermosas, pero me he equivocado de época: desastres me cuentan. Me obsesiona que tanto progreso haya conseguido sólo una triste proeza: que todos los tomates, todas los pepinos y todas las rosas sean iguales.

Una vez hasta trabajé en El Salvador con Veterinarios sin Fronteras, iba a cubrir un congreso, así que estuve leyendo bibliografía y viajando con ellos meses, aquella vida, aromatizada por memorias de África, es una de las más repulsivas que he aspirado Empezaba la fiebre de la soja, por el día convivíamos con la más indescriptible pobreza, por las noches las criadas escanciaban pernod y los expertos proyectaban la evolución de las cosechas, que miraban sin demasiado interés mientras hablaban de su próximo viaje a África o jugaban a su idilio a la francesa. Ahora que recuerdo aquella mansión, en medio de un paraíso, y aquellas poses cinematográficas, me indigno más, entonces estaba tan indignada por las consecuencias inmediatas de Monsanto que no era prioritario rabiar contra los elegantes agrónomos franceses que cobraban veinte veces más que los salvadoreños por el mismo trabajo e ignoraban, por supuesto, que eran conocidos como “lombrices sin fronteras”

También pateé muchas cooperativas con el pequeño comandante, el hombre que hipnotizaba hasta a las gallinas. A cada desmovilizado le habían dado tres manzanas de tierra, pero al año siguiente tuvieron que vender una para comprar los insumos de las otras dos. David no quería que vendieran, les insistía para que se juntaran. Él nunca dió por perdida una guerra.

Pero sobre todo viaje con Vladimir, a la desembocadura del Lempa.

Luego poco más, lo que leo, los puerros de mis tíos que llegan con barro, la sensación de que alguna certeza me dirige, y por eso lo único que he comprado en mi vida es tierra, y el pánico después de oír al indio megalómano del documental que cultiva kilómetros de rosas.

Parece que la pesadilla de los transgénicos y la monsanto se está quedando chiquita.