jueves, 6 de septiembre de 2012

El olor y los otros.






 Una palabra mágica: endocrino.


Tengo una amiga con éxito. Yo  creo que merecido, pero eso no le aporta un ápice de importancia más. Yo ya sé lo que me digo. El caso es que esa amiga que triunfa huele mal. Yo nunca lo había notado y cuando lo oí la primera y la segunda y la tercera vez me hice la loca, que es algo que se me da tres bien. Pero hace unos meses hubo un día en el que tres personas me lo dijeron de un solo, en cuarenta y ocho horas. Tres personas que si no la apreciaban, la hubieron apreciado, y los tres lo dijeron sin maledicencia, sabiendo que yo la quiero,  c´ est veut dire, lo dijeron de verdad, que es peor.

Pasé tres meses caminando con mi madre por las mañanas y ese fue uno de los más profundos temas de conversación: ¿Se lo debo decir? ¿Cómo no odiar al mensajero de tu hediondez? Y nos atravesaba la memoria de los hedores de mucha gente, y  no había juicios, nunca se mencionó la higiene como causa, la Arse es muy fina y recita:

-Eso son problemas que soluciona un endocrino, pero uno tiene una perdida progresiva de la percepción. Vaya, que no se entera. Con lo psiquiátrico pasa mucho también, que te vas por la barranquilla poco a poco, y ni cuenta.

Y mi madre insistía en que lo mejor era un anónimo. Un anónimo respetuoso en el que apareciera la palabra endocrino, sugería. Lacónico, exclamaba. Pero con cariño, fantaseaba.

-Anónimo sin remedio, le diría yo, pero que te conste que de un anónimo que te quiere bien y que sabe que más vale un trago amargo si nos beneficia. Necesitas un endocrino.
Soluciona ese problema del olor.

Redactaba ella por la campiña. Y se reía y se ponía muy grave después.

-Díselo, nos tocan responsabilidades, díselo y luego que ella haga lo que quiera.

Aún no se lo he mandado porque no puedo escribir anónimos. Aunque a veces no me
faltan ganas algún problemilla ético me lo impide.

 Pena y miedo


Esta mañana en la caixa estaba yo intentando llamar a mi papa que está malo y tengo complejazo de Electra, cuando he oído.

-Y tú vete, que hueles mal

No es explicable ese tiempo chicle, esos segundos que se estiran infinitamente mientras recitas que no es posible, y te das cuenta de que el aspecto del señor que acaba de articularlas resultaba inocuo hace unos segundos y se ha convertido en siniestro. Que el pantaloncito blanco y las gafas oscuras y la voz de pito son los propios de alguien que le dice a un africano que huele mal, y que no los hubieras podido identificar antes.

Después del segundo eterno me he metido entre el africano y el viejo para separarlos, y me he dado cuanta de que llevaba mucho rato en marcha la provocación. A veces confío en mi voz, le he ordenado al viejito que se callara y lo ha hecho hasta que el chico negro ha vuelto a la fila. Entonces ha vuelto la burra al trigo y yo le he amenazado con llamar a la policía por sus insultos racistas. El chico no ha podido más y se ha vuelto a encarar contra él, otro africano se ha puesto a gritar desde la puerta, una chica árabe embarazada ha repetido cállese por favor y se ha puesto a llorar. El viejo seguía insultando. Ha salido el director de la sucursal. Yo seguía en medio intentando calmar a los africanos. El viejo los perseguía con ganas de conflicto. Cuando el guirigay iba en crescendo ha llegado la guardia civil, que ha tratado al viejito y a los africanos con el mismo rasero, pero en un rapto de inspiración nos han recordado a todos que éramos seres humanos. Sólo yo les he dado el carnet para acudir como testigo. Otra señora, que ha llegado a mitad de función acompañada por una chica africana, me ha estado sujetando con la mirada. Todos los otros eran zombies que murmuraban apoyando ¡al viejo!

Ha vuelto la fila a la normalidad y entonces ha empezado la segunda parte de la función.
Como empiezan estas funciones, primero de dos en dos, el murmullo de los opinantes, y luego un portavoz atrevido que me dice:

-Si tanto te gustan llévatelos a tu tierra

Y la señora que más defendía al provocador dándoles la idea para girar el discurso:

-Si no era más que una broma, lo que pasa es que no nos entienden a los andaluces.

A partir de ahí unas veinticinco personas han empezado a declarar lo especiales que son  y lo orgullosos que están de ser andaluces. Y a contar anécdotas absurdas sobre lo habitual que es por aquí decirles a los demás que huelen mal. Y de vez en cuando se ponían amenazantes y alguno exclamaba “que se vayan a su tierra” Sólo aquella señora rubia, que ahora era un ángel rubio, se ha puesto a mi lado hasta que me ha tocado el turno. Cuando la cosa se ponía más fea ha levantado la voz y ha dicho dos palabras:

-Me dais pena y miedo.