miércoles, 20 de marzo de 2013

Cuando nos fuimos a conocer el mar en invierno



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El cinco de marzo de 1991 estábamos comiendo rancho en la bodega de la abuela y alguien, uno de los diez, no puedo recodar quién fue, preguntó.

-¿Vosotros habéis visto el mar en invierno?

Leyendo estos días las historias de los wayuu que está escribiendo Blanca he vuelto a recordar una de mis saudades conscientes: la de ese espacio de iniciación, fuera del tiempo, que todas las culturas viejas saben necesario y que para nosotros sólo es otra nostalgia difusa. La cuadra de la abuela se convirtió en un espacio mítico cuando se disfrazó de bodega con chimenea. Allí seguía presente la ausencia del burro y hasta la del cesto con el que me defendía del gallo cuando era pequeña, por la ventana se veía el triángulo de rosales rabiosos que fueron una obsesión artística para la Raimunda, había fuego y se oía, de cuando en cuando, el agua de la bomba en el lavadero. Hasta teníamos un pozo al  que temer, estaba pegado a un eucalipto cuyas raíces, tan bien regadas, nos levantaban el suelo amenazando con tirar la casa, que llevaba en píe desde el 1700.

Nosotros diez, mis padres, mis tíos, mis primos y mi hermana vivíamos unos en el primer piso y otros en el segundo, en un edificio nuevo y aséptico. La nuestra fue una escalera superpoblada: arriba garbanzos, abajo macarrones y menús así se oían siempre a la una, cuando mi madre venía de la mercería, Emma subía de la zapatería y nosotros salíamos de la escuela. Había muchos rincones habitables entre las dos casas. El despacho de mi padre y el salón de los libros de mi tía eran mis preferidos. Pero nunca logré estar en algún sitio tan del todo como en casa de la abuela.

Otro cinco de marzo, el de 1986, en aquella bodega, Emma preguntó.

-¿Y si cogemos entre todos el bar de abajo en traspaso?

Y en esta familia las preguntas no caen en saco roto.

2

Pocos días después mi padre había conseguido un apartamento inmenso para octubre en Luanco, él era el único que había visto el mar en invierno.

-En Asturias va a llegarnos antes el frío.

Nos dijo. Como habíamos cogido el bar de abajo en traspaso éramos compañeros de trabajo, pero había que organizar las vacaciones en los otros lugares: la mercería, la zapatería, la gasolinera, la autopista, la escuela, el instituto…

Yo pasé aquel verano en Asturias, en una aldea llamada El Peligro, y esa es otra historia que daría par un par de folios, pero para que cuadre en ésta sólo hace falta saber que estaba separada de la manada. Fui desde El Peligro a Luanco el día que todos llegaban. Recuerdo que salí temprano, llevaba quince días intensos sola y me urgía diluirme en la tribu. Entonces no había teléfonos móviles y quedamos en un bar.

3

Aquí podría empezar otra historia que yo siempre he titulado “El día que leí entera la Regenta”

Porque llegue al lugar fijado a las once de la mañana y los otros nueve no llegaron hasta las dos de la madrugada. Los dueños del bar me miraban con cara de lástima, convencidos de que se habían matado todos mis parientes en el viaje, pero yo no me asusté, es difícil que se estrellen dos coches y se mate tanta gente. Sucedió lo de costumbre, mi padre tuvo un ataque de guía turístico, eligió la ruta más larga y paró en todos los pueblos que tenían algún encanto en la cornisa cantábrica. Lleva toda la vida igual, para, mira y dice

-Mirad ¿Habéis visto? Pues venga, al coche


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Madrugamos, quizá para que hiciera más frío. Y pasamos la mañana paseando y mirando el mar con el abrigo puesto.

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A aquel 2 de octubre de 1991 parece que le han puesto focos desde tempranito, cuando nos sentimos helados fuimos a comprar para preparar la catarsis. Yo me quedé de cocinera, los demás se fueron a tomar vermouth, pero quedarse de cocinera aquel día no era así nomasito. Era encerrarse con quince o veinte crustáceos con gomas en las pinzas que caminaban por el pasillo.

David y mi madre, que ensimismados en una conversación se habían perdido del grupo, subieron a fumarse un cigarro y ver qué tal iba. Lo recuerdo tan bien porque lo recuerdo entre el vaho de las cazuelas asesinas.

Luego no mucho más. El placer de una tremenda borrachera familiar  que nos dejo contentos y cercanos para todos los días de mar y de invierno que nos quedaban. Seguimos haciendo más o menos lo de siempre. Mi padre y Emma jugaron al ajedrez, mi madre contó historias, bailamos y fuimos a comer una fabada a la aldea en la que había pasado el verano. Eso es inolvidable porque mi hermana llevaba el pelo teñido de rojo y todas las moscas del pueblo, era un día de sol, abandonaron a las vacas para perseguirla a ella.