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No sé si íbamos a jugar al almacén de mármol o sólo a escondernos. No había vallas, ningún gigante hubiera podido robar tantas toneladas, y a nadie le molestaba que un par de adolescentes pasaran el atardecer entre piedras más altas que ellos, vagando cada uno por su lado.
Había mármol negro, rosa, blanco, verdoso y con aguas amarillas, había granito y unas montañas de lascas azules que fingían desprenderse como un hojaldre de papel. A mi me gustaban más las piedras de mármol rojo, llevaban tantos años apoyadas en la orilla de la acequia que aquel rincón parecía una Pompeya provisional rodeada de juncos.
Era una explanada grande, desordenada, ruidosa: los bloques chillaban como si les dolieran las vetas cuando les hundían la sierra, se quejaban como si no quisieran volverse suelos, balaustradas y mosaicos. Y se disgregaban llenando el aire de polvo y el suelo de escalla y ripio.