domingo, 12 de junio de 2011

Los autos de choque y la negación del viaje


He vuelto a acordarme, después de treinta y algún año, de aquella pista de autos de choque que durante el invierno metían en un pajar al que había que ir por obligación los domingos por la tarde, después del cine.

Había goteras y ahora me parece que siempre llovía, o por lo menos siguen nítidos en mi memoria los charcos de la pista, que me daban miedo porque imaginaba que nos íbamos a electrocutar. Daba tiempo para imaginarlo todo en aquel pajar animado, allí descubrí el aburrimiento, por eso no me extraña que esta imagen de la eternidad vuelva con tanta contundencia.

Me sigue dando pena casi todo lo que recuerdo de aquellas tardes; toda aquella gente con guantes y bufanda dando vueltas alrededor de la pista para no quedarse helada, las pollitas ateridas esperando que un príncipe azul las invitara a subir en su coche, que la primera certeza de que a un chico le gustabas fuera que te daba más de un golpe, que a mis primas no las dejaran hablar con chicos y a mí sí, y las fichas, gordas, a cinco pesetas, que de tanto uso ya no eran ni amarillas.

Pero ahí no terminaban mis desasosiegos, además me empeñé en que los dueños de los autos de choque sufrían mucho y eran muy pobres, tan pobres que no podían emprender el viaje. Pasé la infancia imaginando que dormían en la diminuta caravana desde la que vendían las fichas y sufría un montón cuando veía a la madre con el pelo desteñido, y la imaginaba desesperada por aquel sedentarismo tan anormal.

En mayo salían del pajar, el día del traslado todo eran ruidos de hierro. Yo aprovechaba el verano para mirar el pajar vacío.

Pasaron los años y seguían aquí. A los diecisiete o dieciocho me resultaban intolerables los ricardin. Todos aquellos decibelios enfrente de casa y la misma canción cien veces. No solo no se habían ido, no solo tenían casa de campo y mercedes, además no me dejaban ni oír el tren.