Salió rebuena la
menestra para el maestro, se comió cuatro raciones por lo menos y yo
disfruté un montón de ese acto místico de cocinar, que no siempre
acontece cuando cocinas. La menestra se disfraza de sencillez, es
mate, parece mediocre aún en la fuente, pero es tan sofisticada que
obliga a cocer las verduras por separado para que no se mezclen
antes de hora los sabores. Sería un desastre que los guisantes se
pusieran acibalados con la alcachofa, o que la judía asimilara lo
áspero del espárrago. Y así sigue hasta el final la menestra,
barroca, hipnótica, exigente con los tiempos, castigadora si te
ausentas o improvisas, con momentos álgidos, como el de calcular el
pimentón picante o decidir el punto de las patatas fritas.
-Supongo que es
sinestesia ¿no? Cuando sé que estoy cocinando bien ni se me ocurre
probarlo, manda la mirada asesorada por el olfato, el gusto se
destierra.
Le digo.
Y será sinestesia,
porque no me replica.