Esa es la constricción que puse a la vuelta. Rescatar tres
minutos de esos pocos días.Y ahí anduve, contándome a mí misma lo que ya sabía sin
decidirme a escribir porque, a veces, me encripto.
-No te entiendo nada, anda desencríptate
Decía ayer un correo. Y no sé si voy a conseguirlo. Pero lo
intento.
De esos tres minutos que tenía que elegir el primero estaba
clarísimo porque fue construido de antemano por tres personas. Había sido
complicado convencer a Tatiana para que no fuera al aeropuerto, la pobre oyó continuamente noes rotundos o evasivas. La noche anterior estuvo en una
cena que al final no fue aburrida, me lo contó en un chat, y yo le decía: la
cena de mañana será magnífica, todo se compensa. Y claro, ella no sospechaba
nada, pensaba que era una parte de mis homilías. Los minutos que imaginas de antemano nunca
suceden, el guión era: yo llamo a la
puerta, Ángel graba su cara de sorpresa y detrás está Blanca escondida. Mas no
Tati abrió el pestillo cargada de ropa planchada, se dio la
vuelta y nos dejó con unos cuantos palmos de narices. Se retraso la secuencia
hasta que llegué a mitad del pasillo y le dije
-Me invitarás a un café, después de haber venido hasta aquí.
Está entre las cosas más hermosas que me han sucedido
convertirme en un regalo de cumpleaños.
Para elegir los otros minutos tuve más dificultades. Son
muchos los que se disputaban el puesto, los desayunos, Ángel explicándome a Puccini
y mandándome correos con estupendos poemas, el croissant más mantequilloso de la república saboreado oyendo hablar
a las chicas de Congo en la cocina, la pereza de salir porque suena Jaroussky, y
luego buen jazz, y más tarde un aperitivo dodecafónico, y además de aquí
estamos en un contenedor de Sudán evocando al rubio, y el día está gris en la
ciudad de la luz y sube la vecina. O la primera tarde, en la puerta de un
supermercado poniéndonos al corriente de todo lo que nos ha sucedido en los últimos
seis meses con la niña, porque cuando estamos separadas no nos contamos salvo
que sea importantísimo, porque necesitamos a la otra para entender del todo y
las piezas tienen que estar sin desgastar para que nos salga el puzzle a la primera. O la caminata, guiados por bandas de música. O
cuando entre las conversaciones urgentes se me coló Cortázar, claro. Ya sé, fue
en el autobús. Y entonces supe que me lo encontraría igual que él encontraba a
la Maga. Porque en esa ciudad siempre se siente la presencia de su ausencia. Para
aparecer esperó a que estuviera bien despistada, fue exactamente en la puerta
del Museo de Tokio, y tuvo algo que ver un árbol. O el Sena, que
me guardaba montones de recuerdos de Roberto. Y Tati me fue haciendo todas las
fotos típicas mientras le narraba esa parte remota y fundacional de mi biografía.
Y redescubrí que gusta empezar a narrar desde esa impresión de que de todo ha
pasado el suficiente tiempo y ya nos hemos reencarnado muchas veces. Forzada esa certeza
de ser otra es hermoso reencontrar a esos dos jovencitos que vienen, en dirección
contraria, por la orilla, dos desconocidos que llegarían a caerme bien. O la
fiesta, la visita de Manuelle, ella es lo único que queda de aquell entonces. O el gusto de ver a Blanca querer ya mucho a Sara, oír el
rumrum de su conversación y ver cómo se van deslizando sus almohadas y ellas
hasta la horizontalidad. Y la alegría de Monica, que también viene a verme. Y
conocer el espacio de Ángel y Tatiana, el rincón desde el que me hablaban,
minutos antes de que desaparezca.
Pero los dos minutos elegidos no son esos. Ni siquiera la
conversación con Tati en la cocina mientras preparaba la cena. Ni siquiera el de la Isla de los Parisii cuando, como a la Maga, se me rompió un zapato y llegamos al suspiro final de una conversación y
decidimos no repetir nada . Uno de los elegidos es el de siempre, cuando en una velada eterna y cargada de gin-tonics se levanta la niña Blanch vuelve
con algún aceite y nos da un masaje en el cuello a cada uno. Y el otro fue en
el avión de vuelta, entre nubes, cuando encontré en el bolso un folio doblado
empaquetando confianza.