miércoles, 18 de noviembre de 2009

De Juanita Banana al yo vicario



¡Ay!

¡Cuándo yo tenga Alzheimer nadie va a recordar lo que nos pasó! ¡Vaya vejez que nos espera! Tengo una banda de desmemoriados biográficos alrededor, y cuando se acuerdan de algo lo tienen desordenado, manejan otros recuerdos y muchos datos importantes, y claro, la cabeza es un recipiente limitado. Es extraño contarle a los demás su propia vida, pero también es divertido; primero ponen cara de laguna y luego miran a lo lejos.

Por cierto. Que éste sitio no tiene ningún tipo de aspiración literaria, que nadie se inquiete. Sólo tiene pretensiones prácticas, entre otras los ejercicios nemotécnicos, pero ese es otro tema para otro día: el de los escritores profesionales y esta marabunta de gente inepta a la que nos ha dado por escribir. Hoy no tengo ganas de hacer bilis. Pero ¡oigo y leo cada cosa! Prefiero ponerme el Juanita Banana y montarme una buena percusión tecleando lo que pasó aquellas navidades de hace ocho años, es como ordenar fotos, ¡nomasito!

La primera foto es la del plano invisible de la Yuca o Izote

Esas navidades fueron las primeras del molino, bajando la cuesta Blanca dijo:

-¡Mira la Yuca!

Y Carlos contestó

-Es un Izote

Sé exactamente en qué curva dijeron eso porque se me tragó allí mismo uno de esos agujeros del tiempo de los que nunca hablamos, uno de esos momentos a los que sabemos que vamos a volver toda nuestra vida, y lo sabemos, además, mientras están sucediendo. Los minutos de absoluto. Debajo de la Yuca estaba Biwe, debería decir está porque en mi cabeza no se ha movido. Y ya que me pongo confieso que luego, cuando íbamos los mismos en el mismo carro, sentados en los mismos lugares, y coincidía que Biwe estaba otra vez bajo la Yuca, yo aprovechaba y me ponía Buñueliana. Siempre intento volver a ver la Yuca o Izote como aquel día, pero ese plano se ha esfumado.

El molino era entonces una ruina de molino, me agota sólo pensar que lo tengo que describir, es como tener que volver a poner las baldosas. Nos arremolinábamos frente a la chimenea grande en cuanto caía el sol, hasta dormíamos allí, y por el día albañilería. La primera noche, después de cenar, Carlos sacó aquella cinta del pleistoceno y con ella llegó Juanita Banana a nuestras vidas para quedarse, el segundo momento de absoluto en pocas horas. ¡Y lo que es tener un himno!, ya no volvió a ser lo mismo el esfuerzo, mover sacos, hacer cemento y subir placas de pladur. Además el canto no era continúo, era inesperado, alguien decía lo de lalaralalalala, o daba pie con el momento álgido; cuando el padre quema las seis toneladas de bananas y se va a la ciudad, y compra una guitarra y se encuentra con su Juanita. ¡Se montaban unas polifonías! Nos dio para muchas fotos aquella euforia coral, pero creo que la mejor es la del día que tuvimos un trabajo terapéutico, lijar puertas al sol, y ensayamos en serio.

Fueron llegando las navidades, las meras meras, y vino a visitarnos la familia de Blanch de Vero con alguien nuevo, el compañero de Lucia, un inglés. Entonces sólo sabíamos de Brian que era un vegetariano riguroso y que había tenido problemas por su activismo en defensa de los animales en su país. Tercera foto, aunque aquí sale un video corto. Ellos bajan del coche, vienen hacia nosotras a cámara lenta, se aproximan, la sonrisa se va convirtiendo en un rictus, desconcierto, bajamos la mirada, pensamos rápido, nos desconcertamos nosotras también, aún más que ellos, Blanca sonríe y me susurra

- ¿como saludamos ahora? ¡sin manos!

Yo llevaba dos conejos y Blanca sus pellejos, nos los acababa de matar José debajo de un árbol para la cena.

La cuarta es la que prefiero. Esa la grabamos de verdad pero al mes siguiente les robaron a estos otros la cámara en El Congo. Vieron a cenar en noche vieja Miriam, una alumna mía y Jesús, su marido, que es el gallego-andaluz más gracioso de la tierra.

Inauguramos el año con una caimada a la luz de las llamas, Jesús tuvo la delicadeza de traer la traducción al castellano que Blanca y yo íbamos leyendo. De pronto Martín y Rene se pusieron a traducir al holandés el conjuro, creo que estaban por el “vientre inútil de la mujer soltera” cuando se iluminaron con la luz de la hoguera sus gafas ¡cómo si acabaran de ser inventadas! como si fueran el último artilugio en Europa que aquellos peregrinos acababan de importar. Duró muchas horas aquella conversación-traducción, y fue, no digo más, mi viaje más largo en el tiempo.

P. D. Volviendo a los escritores profesionales, yo les diría que tener un yo vicario, pues tampoco es una garantía, lo verdaderamente recomendable sería no tener ninguno, ningún yo, digo. Y volviendo a Juanita Banana, que sirva de homenaje a Luis Aguile.