sábado, 18 de marzo de 2017

De los primeros pasos





Para tomarme vacaciones de mí misma lo primero que tenía que hacer era cambiar de librero. No se trataba de buscar otro librero, sino de encontrarlo. Tardó en aparecer, se llama Gregorio, no sustituye a Pepito: quién va a sustituir a ese, se le suma, y ahora leo a Herbert, Chimial y Ortuño comentados por un chavito mucho más joven que ellos que los conoce al palmo.  

En todas las ciudades se libra un combate  entre el asfalto y lo vegetal, aun sé notarlo, aunque en los países ricos esté decidida esa batalla. En Puebla encuentras una munición de raíces allá donde mires: en el piso, en las ventanas de viejos palacios o asomando por los tejados. Tenía que cambiar de aceras, aprender a mirar más al suelo, conseguir no caerme, ¡yo, que tropiezo en una raya de lapicero! 

También tenía que encontrar un hilo rojo para hacer el trabajo de lo serio que me toca. Eso fue mucho más fácil, ¡me encontré a un periódico entero haciendo platillos en la cocina! Mamá Mely y nosotras, sus polluelos. Allí me enseñaron a comer, como si fuera chiquita de nuevo. Para el segundo desayuno Ernesto me trajo Huitlacoches. Una semana después ya le estaba contando a Mely millones de ánimos y que aún dormía con la chaqueta que me hizo mi madre.

-Pues deja la chaqueta que está empezando a hacer calor y te va a dar un sarpullido.

Me dijo. Lo mismo que me hubiera dicho la Arse. ¡A ver quién se sale de debajo de esa ala! Menudo caserón nuevo el Lado B

Eso me da ocasión para comentar una de esas jugarretas del azar:Siempre relleno de agua las botellas de alcohol de más de setenta grados. Produce cierto escándalo, infundado, mi mesilla. Las botellas son la del recibimiento y la de la despedida. Y todo el relato, bastante más acuífero de lo que parece, fluye entre ellas.