domingo, 26 de febrero de 2012

De los parientes desaparecedores y la burina


La bisabuela Florencia siempre decía que tenía burina. Ella fue la primera en desaparecer, fue disminuyendo y disminuyendo de tamaño hasta que tuvo el mío, yo tenía seis años, y no paró de encogerse hasta que sólo quedaron el ovillo, el ganchillo y un trozo de puntilla en el asiento de un rincón, debajo de una ventana. Luego fue su hija, Marcelina. Marcelina había tenido bastantes hijos equivocados y cuando pudo se fue a vivir a París con Lina, pero esa es otra historia. Cuando yo la conocí era ciega y sabía francés. Se murió después de comerse un petit suise y pedirme que la enterráramos sin ceremonia religiosa, algo que iba a ocurrir aquí por primera vez en cincuenta años, pero yo di el recado y me fui de viaje, a Granada, con Roberto, era uno de mis primeros viajes de verdad, tenía dieciocho y aún me dura en la mano el olor del último apretón de mi tía y el del tren, la tía Marcelina, diminuta, minuciosa, ácida, ciega, oidora, se me quedó en cualquier cosa que tenga fresa. Todos los que son cercanos además de parientes lo hacen más o menos igual, disminuyen y disminuyen y esperan a que me vaya para desaparecer del todo, me la jugó hasta José María. Hay veces que algo noto, pongo la maleta en la red, serena, y luego paso el viaje llorando, sin saber aún por qué.

El miércoles fue el tío Teodoro, que se sentaba en el último peldaño de la escalera del corral a fumar y cuyo nombre parecía el apellido noble de todas las verduras: borrajas de Teodoro, tomates de Teodoro, apio y cebollas de Teodoro. He pasado la tarde con su hija, mi prima Elisa, me ha contado que cuando le robaban la hortaliza decía que por eso nadie se puede enfadar, que si alguien roba zanahorias es porque no andará sobrado. Y que la confundió con una enfermera y pasó la noche hablándole de su satisfactoria vida y de ella misma, y dice Elisa que para acercarse se tuvo que alejar y que logró ser un rato, aprovechando lo oscuro, la enfermera. Y del nosotras y el puente la caña.Y también hemos hablado de que hasta el último día que lo vi no consintió demostrar que me quería. Somos unos baturrazos. Pero son certezas las del despedirse, y eso yo tampoco lo sabia tanto, hay cosas que cada vez se saben más. Y de que me despidió con el mejor piropo; me dijo que era como mi madre. Y eso, todos lo sabemos, es imposible, ya no veía bien, pero se le agradece igual. Y de lo menudo que se había quedado. Y de que hasta el último día recuperó la cabeza un rato para leer el periódico y oír la radio. Y de cuánto le gustaban los demás y lo poco que los soportaba, y de lo sociables y lo huraños que somos los borrajas. Y de lo importante que era en todos los delirios su moto, y de lo reconfortante que fue que cuando se cayó de la cama creyera que se había caído a un ribazo y preguntara por la vespino. Y de que la última palabra que dijo fue madre, agarrado a la mano de la mía.

A este paso entre objeciones nupciales y ausencias en los entierros me van a correr de la tribu. Pero volviendo al principio, ahora ya sé que es la burina, es una confusión emocional próxima al dolor de cabeza producida por una mezcla fatal de comunicación intensa y fuertes ruidos. No sé qué se la provocaría a mi bisabuela, quizá los 103 años. Ni siquiera sé del todo qué me la produce a mí. Pero paso de que me diagnostiquen una vulgarcísima astenia primaveral.

es de Helena Almeida.