lunes, 15 de octubre de 2018

Borbotones de memoria






En la casa de la madre de Margarita había un altar enorme dedicado a Romero. Si de algo he tenido miedo siempre es de las candelas que se quedan prendidas por la noche, y a eso se sumaba al sobresalto de encontrarse por primera vez en un territorio imaginado, al otro lado. Las amenazadoras velas se quedaron en la sala y en la mesilla había una lámpara modernísima, recién llegada de Los Estados, se manejaba sin mando, con cada golpecito cambiaba de intensidad.  Intenté imaginar con las seis luces posibles  lo que había pasado en aquella habitación: a la madre de Margarita escondiendo reporteros debajo de esa cama durante la ofensiva, o cuando cargaba munición debajo de las papas para que se defendieran los muchachos, o el día que llego del funeral de Monseñor Romero con la ropa caladita de sangre:

-Y ahí sí, ahí pensé ¡ya me he muerto! Pero mira que no, que el muerto que tenía encima me salvó la vida. Y yo allí me estuve quietita en la plaza, intentando averiguar si estaba viva o muerta antes de mover un músculo. Mirando con el rabillo la plaza roja de cadáveres. ¡Ni sé cuanto estuve quieta! desde entonces, desde aquel relajo, no puedo dejar de ver la cinta de esa tarde, y tampoco me he podido volver a estar quieta.

Pero aquí lo dejo. Hay cosas que no se pueden contar sin sentir pudor. De hecho escribir historias reales produce un pudor inmenso. ¿Cómo contar el día en que aquella hiperactividad hizo que su madre y Margarita encontraran el cadáver de su marido en un basurero? 



P.D. Si viviera mi madre diría: Lo que me faltaba por ver, que te alegres por un santo. Y se alegraría conmigo.