domingo, 5 de enero de 2014

De manos y memoria y de muerte y ternura.





Me sorprende el rigor cronológico de mi subconsciente. Esta mañana acababa de encontrarme con la tía Marcelina, estábamos a punto de darnos un abrazo, cuando ha sonado el teléfono. Era mi padre y eran buenas noticias, le daban el alta. Hace un momento me he dado cuenta de que  hoy hace veintiocho años que murió Marcelina. El día anterior fui a verla y le di un petit suisse, al día siguiente, antes del entierro, el primero que se celebró sin ceremonia religiosa en este pueblo, me fui a Granada con Roberto en uno de aquellos trenes con cajitas llenas de personajes dentro. Entonces no sabía que aquellos tres días iban a ser imperecederos. Recuerdo hasta al compañero de vagón, un señor de Fuentevaqueros, y que Miguel Ríos era el rey negro de la cabalgata.

La tía Marcelina tuvo por lo menos tres vidas. En la primera parió nueve hijos, fusilaron a su marido, era analfabeta, sobrevivió rabiando. En la segunda vivió con Regina y Cesar en París, allí tuvo por primera vez nutrientes para una inteligencia feroz. En la tercera volvió aquí y se quedó ciega. Así que la tía que se me murió era una ancianita de cara redonda y luminosa, presumida y ciega, que hablaba francés y oía mucho la radio. Estos días he aprendido un concepto nuevo, desexilio, que algo tiene que ver con que mi abuela, que nunca dejó de ser campesina descalza, no entendiera las costumbres de aquella hermana suya tan fina que iba tanto a la peluquería.

Pero si me he puesto a escribir es para al menos mencionar las manos de mi tía, primero una mano sobre mi pierna mientras se comía el petit suisse, y después el apretón con mucho más que fuerza para despedirse, lúcida, tranquila, volviendo a pedir, por si acaso, que no la llevaran a ninguna iglesia. Qué belleza de arrugas las que se reúnen en cien años. A veces creo que ese es el momento más intenso que he logrado registrar.

Muchos años después pasamos por su puerta y, como siempre, la abuela, que ya tenía otro ciento por lo menos, exclamó:

-¡Cuánto te quería tu tía Marcelina! Pobre, ¡cuánto hace que se murió!

A lo que mi madre le contestó con rasmia.

-Pero no llores, porque ahora tendría ciento dieciséis. Y eso es exagerar.

Roberto me decía con frecuencia que yo le había quitado el miedo a la muerte. A mí me lo quitó la tía Marcelina.