lunes, 6 de febrero de 2017

Misterios domésticos




Lo contó mi padre comiendo. Un poco apurado porque la anécdota lo delataba: había dejado de prestarle atención un buen rato a la perra. Se sentó en ese banco porque a la perra le gusta mirar a los patos. Una de tantas manías. Le dijo buenas tardes a la señora rubia de la caja y enseguida se dio cuenta de que no paraba de mirar la caja. Es mal pensado y creyó que ella sospechaba que se la iba a robar y por eso la miraba tanto. Inevitablemente empezó a mirar la caja él también. Esto lo contó desairado, subrayado, con tono sentencioso: que parecía una partida de ping-pong, que la miraban alternativamente y siempre intentando disimular. La incomunicación debió durar mucho rato, ese tiempo eterno que transcurre entre dos que se observan. Luego ella se levantó y se fue. Sin la caja. Aunque se volvió a mirar un par de veces, como si se estuviera despidiendo de aquel cubo marrón de cincuenta por cincuenta. Él se quedo un rato más. Mirando el bulto. Perplejo. Sin saber por qué no le había gritado que se le olvidaba la caja. Pero un poco contento de poder seguir mirándola solo. ¡Cómo se iba a olvidar de lo único a lo que había prestado atención! Dice que pensó. Y entonces se acordó de que a él se le había olvidado la perra y allí quedó el enigma.


Me gustan las historias de misterio doméstico. Un sábado la vecina de abajo gritó a pleno pulmón a las dos de la tarde:
-Ven aquí, qué te voy a matar, qué te has comido dos.
Desde entonces y con pequeñas variaciones de escala, siempre con ira y amargura  en el tono, cada tres horas exclamaba:
-Asqueroso, qué te has comido dos.
o bien
-Te odio, te has comido dos.
También dijo sobre las ocho y media, con gran entereza.
-Nunca te hubiera creído capaz de comerte dos.
A altas horas de la madrugada sólo se oía un sollozo y el número dos. En fin, un berrinche largo, común si no fuera porque los del piso de arriba no hemos podido descubrir nunca qué puñetas se comió el otro.


P.d. No oigo el primer sonido del diapasón, la nota  que se sostiene. Aunque hay  incipits apetecibles: Carlos se ha echado de mascota un gallo y me va a contar cómo crece. ¿Será bravo o manso? ¡¡¡Se llama Asclepio!!!