martes, 29 de noviembre de 2011

Los deseos de inventar ardides admirables


La mujer del tiempo plantó el culo entre Málaga y Granada y me perdí la única noticia que me interesaba. A veces llueve mucho allí, en un allí que me recuerda al allí de los cuentos de Cortázar, porque es a donde voy en sueños y está cerca y lejos al mismo tiempo.

Annette von Droste cuenta cosas insignificantes en las cartas a su preceptor sólo con la intención de convencerlo de este apego desdichado a todos los lugares en los que no está y a todas las cosas que no se encuentran en ella. Cuando lo leí entendí demasiado bien a la Von Droste. Ese fue un espaldarazo solvente, me convenció de que necesitaba un lugar en el mundo.

Me gustan los relatos que intentan esclarecer ese minuto en el que no sucedió nada y se decidió todo: el minuto en el que alguien baja de un autobús delante de una pastelería en la que hay un cartel que dice “se busca camarero”, y decide conseguir aquel trabajo, dejar de estudiar económicas y matricularse en filosofía. Por ejemplo. El minuto en que alguien mira la vajilla sin fregar y decide hacer la maleta. El minuto en que otro descubre que se ha borrado una novela enterita y se alegra al saber que significa que nunca más. El minuto en que después de colgar el teléfono, era René, llamaba desde Congo, estábamos en Ámsterdam, recuerdo hasta en que posición estábamos sentadas, la niña Blanch exclamó:

-El rubio, ¡qué dice que hemos comprado un molino en Andalucía! que lo ha encontrado Martín ¡A saber qué ondas ese rubio! Pero nosotras a lo nuestro, vámonos, ¿una cena rica niña Marta?

Llamé a José, el hombre. Me contó que había llovido muy bien y que su novia se había llevado un ramo de flores muy bonico el día anterior, que huele de maravilla y que todo medra, que están espléndidas las vacas de plantas. La novia de José trabajó cuando era joven en el molino machacando almendras, me dijo en que rincón estuvo sentada horas y horas, recordaba, todavía en uso, la almazara que estamos desenterrando. Me gusta que ahora vaya allí a buscar flores.

Pensar en lo de allí desde lejos es una gilipollez (palabra que eligió Tatiana entre sus diez favoritas y que a mi también me gusta). Martín se pego el invierno sufriendo porque creía que estábamos matando la parra de sed por haber puesto terrazo y lo que pasaba es que se estaba aguachinando.

Yo meto la pata igual, pero me rodeo de agricultores viejos, el padre de Miguel, el tío Teodoro, aprendo lo que puedo y noto cuánto sufren sin la tierrita. El padre de Miguel plantaba calas alrededor de los campos y todo apunta a que heredaré sus bulbos. El primer plan que tengo cuando regrese al mundo es aprender a podar.

(el título un verso que siempre recuerdo de Paul Eluard)