miércoles, 27 de noviembre de 2013

Los días con Canetti y la máscara acústica.





Mi vida sería bastante triste si no fueran absolutamente reales las excursiones. Cuando digo que me voy con el tío Elias no bromeo. Me zambullo en conversaciones tan intensas con él como si sucedieran delante de una chimenea en Londres o en Viena. No me puedo escapar de este año, pero sí entenderlo mejor después de leer el sofoco con el que él habla, en 1937, contra el cine, y que se parece al horror que le provoca a Umberto Eco y a tantos otros Internet ahora. Pero enseguida se le pasa la pataleta y se pone otra vez apasionante el viejito. Hasta me propone salir:

Vaya usted a un local popular, por ejemplo el antiguo y conocido O.K, siéntese usted en cualquier mesa y trabe relación con una persona absolutamente desconocida para usted. Al principio, no podrá por menos  de animarle con algunas frases complacientes. Pero cuando la persona en cuestión haya empezado a hablar-y seguro que le gusta hablar, por eso va al O.K.-, cierre obstinadamente la boca y escúchela con atención durante unos minutos. No haga ningún intento de entenderla, no trate de averiguar lo que piensa, no se compenetre con ella…sencillamente, preste atención a la exterioridad de sus palabras. No pretendo que actúe así todo el rato, válgame Dios. Mi consejo sólo sirve para experimentar de buenas a primeras, y de un modo rápido, lo que acabo de denominar máscara acústica. Se dará usted cuenta de que su nuevo conocido tiene una forma muy peculiar de hablar. No basta con constatar que habla alemán, o que habla en dialecto; eso lo hacen todas o la mayoría de las personas de ese local... No, su forma de hablar es única e inconfundible.   Tiene su propio tono y velocidad, tiene su propio ritmo. Encabalga las frases. Utiliza determinadas palabras y giros de manera recurrente. Por lo general su lenguaje consiste en apenas unas quinientas palabras. Se las arregla con mucha habilidad con ellas. Son sus quinientas palabras. Otra persona, igualmente parca, habla con otras quinientas. Si le ha prestado usted la conveniente atención, la próxima vez podrá reconocer a esa persona sólo por su habla, sin necesidad de verla. Su forma de hablar la caracteriza y la singulariza tanto como, por ejemplo, su fisonomía, que también es única. A esta figura verbal de una determinada persona, a las constantes de su forma de hablar, a esa lengua que le es propia, que sólo ella emplea de esa particular forma y que con ella perecerá, es a lo que yo llamo su máscara acústica. Con esto no pretendo decir que el dramaturgo haya de comportarse como un fonógrafo ambulante que registra la forma de hablar de la mayor cantidad de personas posible y que luego, según sus necesidades, compone dramas conforme a su propia colección de mascaras acústicas. Eso vendría a constituir una forma tan mecánica como cualquier otra de copiar la vida, que en sí misma tiene muy poco que ver con el arte. Pero el dramaturgo tiene que saber oír; tiene que albergar dentro de sí una vida lingüística suficientemente colmada; tiene que absorber a fondo lo que ha oído y ser luego capaz de procesarlo, de modo que los personajes  sean nítidos y convincentes por virtud precisamente de su máscara acústica.

Si me dejara sustituir dramaturgo por escritor, narrador, cuentista, me vendrían muy bien esos párrafos ¿Me dejará?