domingo, 21 de marzo de 2010

Pedazos de expediciones oníricas.



El otro día, cuando terminamos de grabar y nos disponíamos a repartirnos en taxis Mercedes dijo:

-yo al paseo Extremadura y vosotras

-pues nosotras también

-pero es muy largo

-a Alto Extremadura, exactamente

-¡yo también!

En todos estos años no habían visto a Amanda por el barrio, ni ella ni Diego, ni Amanda los había visto, pero sus edificios son casi contiguos y hace mucho que se conocen, desde que la enana era bien enana. Mercedes subió a tomar algo para celebrar la vecindad y luego se pasó a dormir. Cuando yo llegue a su casa a desayunar todavía estaba desasosegada, había soñado que nos dejaba en el sofá a Blanca y a mí, y se iba a la cama sin darnos siquiera sábanas. Me encantó que expresara con tanta energía el malestar, como si hubiese sido real. Mercedes anota los sueños, y los anota de maravilla, por la tarde estuvo grabándolos y nos entusiasmó a Gonzalo y a mí. Además en uno volábamos los tres.

Durante algunos años anoté los sueños, me lo recomendó Cristóbal Arjona, a quien tanto me gustaría volver a encontrar. Cristóbal estaba haciendo el MIR y se pasaba el día en la librería haciéndome compañía, comíamos en el chino, él no podía concentrarse y yo no vendía un peine, así las cosas anotábamos sueños y luego hacíamos hipótesis Cirlot en mano, a veces tengo la impresión de que en algunas épocas no conseguía despertarme jamás.

Después no hubo necesidad de anotar, cuando vivimos juntos, en Ayutuxtepeque, en Alto Extremadura, en la Sierra o en el Molino, hacemos un hueco tremendo, todo el que hace falta, para contar los sueños. Amanda ha recibido la herencia; se levanta y con todas las legañas puestas y aún bostezando se acurruca a contar.

Yo voy a empezar a anotarlos desde hoy, he tenido suerte con el primero.

A. me acompañaba a revisar el desván, me miraba con mucha complicidad, como si supiera todo lo que hay dentro y prometiera no asustarse. Para nuestra sorpresa, después de tantos años de no abrir la puerta, eso en los sueños se sabe, está organizadísimo y es un lugar confortable. ¡Hay chimenea!, sillones del XIX, bebidas calientes y frías, y claraboyas, se ve el cielo. Nos sentamos y A me pide que lo acompañe a ver a otro A, no está seguro de poder reconocerlo después de tanto tiempo, yo le explico como era, le doy pistas que no le sirven, prefiero no ir para no interrumpirles. Pero el otro A está sentado cómodamente en una mecedora y nos dice, con una voz preciosa, que no es necesario buscar a nadie ni cambiar de sitio. Así que empezamos a hablar de otras cosas y mucho, mucho rato después, me despierto.



La imagen es de Alicia Framis