sábado, 15 de marzo de 2014

y como la fresa respira hilando su cristal



¿De qué me iba a acordar sino mientras plantábamos una lezamiana espiral de fresas esta mañana?
¿Qué otro poema me iba a venir a rescatar después de una semana de tantas intensidades?

Muerte de Narciso

Dánae teje el tiempo dorado por el Nilo,
envolviendo los labios que pasaban
entre labios y vuelos desligados.
La mano o el labio o el pájaro nevaban.
Era el círculo en nieve que se abría.
Mano era sin sangre la seda que borraba
la perfección que muere de rodillas
y en su celo se esconde y se divierte.

Vertical desde el mármol no miraba
la frente que se abría en loto húmedo.
En chillido sin fin se abría la floresta
al airado redoble en flecha y muerte.
¿No se apresura tal vez su fría mirada
sobre la garza real y el frío tan débil
del poniente, grito que ayuda la fuga
del dormir, llama fría y lengua alfilereada?

Rostro absoluto, firmeza metida del espejo.
El espejo se olvida del sonido y de la noche
y su puerta al cambiante pontífice entreabre.
Máscara y río, grifo de los sueños.
Frío muerto y cabellera desterrada del aire
que crea, del aire que le miente son
de vida arrastrada a la nube y a la abierta
boca negada en sangre que se mueve.

Ascendiendo en el pecho solo blanda,
olvidada por un aliento que olvida y desentraña.
Olvidado papel, fresco agujero al corazón
saltante se apresura y la sonrisa al caracol.
La mano que por el aire íneas impulsaba,
seca, sonrisas caminando por la nieve.
Ahora llevaba el oído al caracol, el caracol
enterrando firme oído en la seda del estanque.

Granizados toronjiles y ríos de velamen congelados,
aguardan la señal de una mustia hoja de oro,
alzada en espiral, sobre el otoño de aguas tan hirvientes.
Dócil rubí queda suspirando en su fuga ya ascendiendo.
Ya el otoño recorre las islas no cuidadas, guarnecidas.
El río en la suma de sus ojos anunciaba
lo que pesa la luna en sus espaldas y el aliento que en
    halo convertía.

Antorchas como peces, flaco garzón trabaja noche y cielo,
arco y castillo y serpientes encendidos, carámbano y lebrel.
Pluma morada, no mojada, pez mirándome, sepulcro.
Ecuestres faisanes ya no advierten mano sin eco, pulso
    desdoblado:
los dedos en inmóvil calendario y el hastío en su trono
    cejijunto.
Lenta se forma ola en la marmórea cavidad que mira
por espaldas que nunca me preguntan, en veneno
que nunca se pervierte y en su escudo ni potros ni
    faisanes.

Como se derrama la ausencia en la flecha que se aísla
y como la fresa respira hilando su cristal,
así el otoño en que su labio muere, así el granizo
en blando espejo destroza la mirada que le ciñe,
que le miente la pluma por los labios, laberinto y halago
le recorre junto a la fuente que humedece el sueño.
La ausencia, el espejo ya en el cabello que en la playa
extiende y al aislado cabello pregunta y se divierte.

Fronda leve vierte la ascensión que asume.
¿No es la curva corintia traición de confitados mirabeles,
que el espejo reúne o navega, ciego desterrado?
¿Ya se siente temblar el pájaro en mano terrenal?
Ya sólo cae el pájaro, la mano que la cárcel mueve,
los dioses hundidos entre la piedra, el carbunclo
    y la doncella.
Si la ausencia pregunta con la nieve desmayada,
forma en la pluma, no círculos que la pulpa abandona
    sumergida.

Triste recorre —curva ceñida en ceniciento airón—
el espacio que manos desalojan, timbre ausente
y avivado azafrán, tiernos redobles sus extremos.
Convocados se agitan los durmientes, fruncen las olas
batiendo en torno de ajedrez dormido, su insepulta tiara.
Su insepulta madera blanda el frío pico del hirviente cisne.
Reluce muelle: falsos diamantes; pluma cambiante: terso
    atlas.
Verdes chillidos: juegan las olas, blanda muerte el
    relámpago en sus venas.

Ahogadas cintas mudo el labio las ofrece.
Orientales cestillos cuelan agua de luna.
Los más dormidos son los que más se apresuran,
se entierran, pluma en el grito, silbo enmascarado, entre
    frentes y garfios.
Estirado mármol como un río que recurva o aprisiona
los labios destrozados, pero los ciegos no oscilan.
Espirales de heroicos tenores caen en el pecho de una
    paloma
y allí se agitan hasta relucir como flechas en su abrigo de
    noche.

Una flecha destaca, una espalda se ausenta.
Relámpago es violeta sin alfiler en la nieve y terco rostro.
Tierra húmeda ascendiendo hasta el rostro, flecha cerrada.
Polvos de luna y húmeda tierra, el perfil desgajado en la
    nube que es espejo.
Frescas las valvas de la noche y el límite airado de las
    conchas
en su cárcel sin sed se destacan los brazos,
no preguntan corales en estrías de abejas y en secretos
confusos despiertan recordando curvos brazos y engaste
    de la frente.

Desde ayer las preguntas se divierten o se cierran
al impulso de frutos polvorosos o de islas donde
     acampan
los tesoros que la rabia esparce, adula o reconviene.
Los donceles trabajan en las nueces y el surtidor de
     frente a su sonido
en la llama fabrica sus raíces y su mansión de gritos
     soterrados.
Si se aleja, recta abeja, el espejo destroza el río
     mudo.
Si se hunde, media sirena al fuego, las hilachas que
     surcan el invierno
tejen blanco cuerpo en preguntas de estatua
     polvorienta.

Cuerpo del sonido el enjambre que mudos pinos claman,
despertando el oleaje en lisas llamaradas y vuelos
    sosegados,
guiados por la paloma que sin ojos chilla,
que sin clavel la frente espejo es de ondas, no recuerdos.
Van reuniendo en ojos, hilando en el clavel no siempre
    ardido
el abismo de nieve alquitarada o gimiendo en el cielo
    apuntalado.
Los corceles si nieve o si cobre guiados por miradas
    la súplica
destilan o más firmes recurvan a la madurez primera
    ya sin cielo.

La nieve que los sistros no penetra, arguye
en hojas, recta destroza vidrio en el oído,
nidos blancos, en su centro ya encienden tibios los corales,
huidos los donceles en sus ciervos de hastío, en sus
    bosques rosados.
Convierten si coral y doncel rizo las voces, nieve
    los caminos,
donde el cuerpo sonoro se mece con los pinos, delgado
    cabecea.
Mas esforzado pino, ya columna de humo tan aguado
que canario es su aguja y surtidor en viento desrizado.

Narciso, Narciso. Las astas del ciervo asesinado
son peces, son llamas, son flautas; son dedos
    mordisqueados.
Narciso, Narciso. Los cabellos guiando florentinos reptan
    perfiles,
labios sus rutas, llamas tristes las olas mordiendo sus
    caderas.
Pez del frío verde el aire en el espejo sin estrías, racimo de
    palomas
ocultas en la garganta muerta: hija de la flecha y
    de los cisnes.
Garza divaga, concha en la ola, nube en el desgaire,
espuma colgaba de los ojos, gota marmórea y dulce plinto
    no ofreciendo.

Chillidos frutados en la nieve, el secreto en geranio
     convertido.
La blancura seda es ascendiendo en labio derramada,
abre el olvido en las islas, espadas y pestañas vienen
a entregar el sueño, a rendir espejo en litoral de
tierra y roca impura.
Húmedos labios no en la concha que busca recto hilo,
esclavos del perfil y del velamen secos el aire
     muerden
al tornasol que cambia su sonido en rubio tornasol
     de cal salada,
busca en lo rubio espejo de la muerte, concha del
     sonido.
Si atraviesa el espejo hierven las aguas que agitan el
     oído.
Si se sienta en su borde o en su frente el centurión
    pulsa en su costado.
Si declama penetran en la mirada y se fruncen las
    letras en el sueño.
Ola de aire envuelve secreto albino, piel arponeada,
que coloreado espejo sombra es del recuerdo y
    minuto del silencio.
Ya traspasa blancura recto sinfín en llamas secas y
    hojas lloviznadas.
Chorro de abejas increadas muerden la estela,
    pídenle el costado.
Así el espejo averiguó callado, así Narciso en
    pleamar fugó sin alas.


José Lezama Lima