jueves, 14 de febrero de 2008

¿Cómo negar que fue una infancia dulce? (literalmente)

 
 
Estos días me he estado acordando, en general, a veces le pregunto a Blanca si sabe algo sobre eso de que se recupera la memoria de la infancia con la edad, me mira con cara de estupefacción y me doy cuenta de que empieza a suceder en los años que le llevo de ventaja, todavía no tiene ni idea.

Desde allá lejos, el último peldaño de la escalera, pensé mucho en "La mantequilla", y luego hablé con alguién que también creció por allí. Mis padres tenian una fábrica de mantequilla cuando yo era pequeña. Describíamos a dos voces José Luis y yo, y ni nosotros dábamos crédito a aquel espacio tan raro: ¡los tubos amarillos haciendo una digestión abrupta de fresa y chocolate sobre nuestras cabezas!¡qué temblores! Las batidoras, aquella cinta transportadora a la que me sentaba con el abuelo cuando había que "poner tarrinas", el olor dulce, las batidoras sin parar, el color de la esencia de fresa y la máquina que convertía el azúcar en un hilillo pegajoso que nos hipnotizaba a todos y que mi padre se quedaba contemplando noches y noches.

Pero sobre todo los sacos de azúcar, el escondite perfecto para leer después de salir de la escuela. Luego, cuando leí
El Siglo de Las luces, no podía sacar de la casa de los huerfanos y de Víctor Huges aquellos sacos, nunca he podido sacarlos.

Fuí una niña melindrosa, les tenía pánico a las escaleras del granero aunque me encantaban las palomas, sólo subía con mis primas y una vez arriba aún tenía miedo. Casi siempre me quedaba leyendo entre las montañas de sacos, o en el corral; había un jardincillo que me enseño a cuidar la abuela, ¡y lo recuerdo todo!¡qué memoria tienen las manos! Saltando la cata que hacía de jardín había una extraña puerta común, de madera. Al otro lado estaba "Teléfonos" y continuamente oíamos a Lidia decir:

-¿Número? ¿el 62? Te pongo.

Me sentía espía de una espía cuando la miraba por la cerradura mientras ella hacía oreja, me parecían una amenaza sus dos teléfonos negros de baquelita y sus dos piernas al sol. Aunque ahora es muy mayor sigue siendo atractiva y recupero un poquito la infancia cuando me la cruzo por la calle, me sigue pareciendo inquietante. No en vano ella fue mi viuda de Zorba, por ejemplo, y hasta un poco, algún rato, Madame Bovary.

Pero lo más nítido es la ventana, aquella ventana del tamaño de una caja de mantequilla que abrió Matías, una ventana con puerta de acero inoxidable. La ventana científica reaparece en sueños: su exactitud, el cierre perfecto, el ruido al cerrarse, el brillo del aluminio; siempre es esa ventana el agujero de tiempo que nos trajo hasta aquí.