lunes, 8 de octubre de 2007

La sarna, los piojos y la pobreza



A pesar de que vivo en un ambiente con pocos tabues, siempre hay cosas que ¡no se pueden contar! Mi madre me ha prohibido terminantemente contar que he tenido la sarna. Las pocas veces que ha salido el tema se pone detrás del interlocutor y me grita con gestos que no siga, y es que mi madre nació en el 36 y recuerda muy bien la mala fama de la sarna que siempre se consideró, erróneamente, producto de la poca higiene, como los piojos.

Aprovecharé para contarlo ahora que no me oye.

El ácaro de la sarna primero se acomoda entre el índice y el pulgar, ahí solo, en la mollita entre los dos dedos. Empieza con un picor que parece inofensivo pero que es muy persistente. Yo recuerdo que lo noté en casa de Nora. Ella dijo: va a ser sarna. Y todo cambió. Cambió porque desde aquel momento empecé a imaginar a los bichitos que me recorrían ya la mano entera, y entendía perfectamente que les estaba abriendo el camino si me rascaba, pero no podía dejar de hacerlo. Fui tomada por los ácaros en pocas horas y no sólo me tomaron a mí; aquella misma noche empezamos todos a rascarnos: José, Fran, Blanca, Marian, vaya que tomaron la casa entera. Parecía que teníamos el baile de San Vito, dejamos de ser gente normal, con obligaciones, para dedicarnos a las contorsiones continuadas. La pila no daba abasto, cada tantos minutos alguien desesperado se echaba por encima un jarro de agua. El baño, que estaba en el patio, tenía un techo de uralita desde el que se veía ahí nomasito el volcán, nos subíamos para esperar turno mientras los otros se aliviaban y hubo paroxismos de picor que por poco nos tiran del tejado. Subíamos por una escalera de palo que tenía debajo un hormiguero gigante, aquellas hormigas eran tan grandes que casi les dabas los buenos días, y les cogimos manía hasta a las hormigas. Acabábamos de descubrir el poder del microcosmos, millones de bichos se movían lejos de nuestro control.

Nos costó terminar con la plaga: tuvimos que comprar un bidón en la gasolinera y hervir toda la ropa. Ahora, cuando le pregunto a José si me seco con su toalla me dice.

-Pues claro Martita, no preguntes pendejadas, que nosotros hemos compartido la sarna.

Si algo entendí cuando viajé en el tiempo fue gracias a mi madre. Ella me había contado mil detalles que luego no pasaron desapercibidos porque podía comprenderlos con sus palabras. Por ejemplo, cuando ella era pequeña pusieron aquí al lado una base militar americana, me ha contado mil veces la perplejidad que sentía cuando miraba, escondida detrás de un matojo, a aquellas mujeres con pantalones cortos que jugaban al tenis. Cuando vivíamos en San Salvador, no recuerdo cómo, llego a casa una mesa de ping-pong que colocamos en un corredor que daba a la calle: los niños miraban a través de la celosía y yo reconocía a mi madre y me veía a mí misma, trastornando el tiempo con una raqueta y unos pantalones cortos. Una tarde, en Chalatenango, hubo una sublevación de niños hambrientos a la que me sumé; decidimos comernos las piñas que estaban a medio crecer, y aquellas piñas a medio crecer eran como el pedazo de pan negro que mi madre escondía detrás de un espejo que estaba lleno de telarañas, y por supuesto la Arse se podía haber llamado Antoñita.

Hay una pobreza que es aliada a muerte de la limpieza, ¡que despropósito estigmatizarla con la sarna y los piojos!, ¡cualquiera los disimulaba! Me conmueve mucho que mi madre me haya prohibido contar que tuve la sarna.