jueves, 24 de octubre de 2013

De historias, sillas, narradores y tatuajes.







Algunas historias se quedan sentadas para siempre en la silla del que las contó, como si hubiesen encontrado su formulación definitiva y dijeran: yo de aquí no me muevo. La de Inés una noche de estas navidades en el bar del Valle es de esas.

Arrancó con una fórmula clásica: estaba perdida en un lugar remoto de Guatemala y no tenía donde dormir cuando me  hablaron de una casita a las afueras. Tenía a su favor que estaba anocheciendo y el paseo, mover las piernas es una de las cosas que más ayuda a perorar, y el escenario, claro, no me atrevo yo a describir esa terraza colgada en ninguna parte y ornada con flores y flores, igual da naturales que de plástico. Siguió con una descripción de la casa y de los personajes que encontró en la casa, habló de la señora extraña que la regentaba y le fue situando un par de frases sobre cada inquilino alrededor, pero es una contadora, y se guardó al protagonista casi hasta el final. Ya  nos tenía tan entregadas que ni pedimos otra cerveza, y cuando todo el tiempo era suyo empezó a hablar de aquel hombre: el hombre con más biografía que conocerá, seguro. Había sido abogado, narcotraficante, pirata, asesor financiero, profesor, asesino a sueldo…aquí lo bordó, hizo una enumeración perfectamente desordenada, mucho mejor que la que yo dejo, un encaje de bolillos. No sé si fue todas esas cosas, pero narraba tan bien, a altas  horas y  delante de una chimenea, que me daba igual que fuera un fabulador, porque era buenísimo. Y ahí casi se pierde y nos pierde con una digresión que no sé si hacía falta, pero que va, volvió con herramientas cuando menos lo esperábamos.

-Después del incendio se había refugiado en aquella casa y no había vuelto a hacer nada. La historia que os quería contar aún no ha empezado. Empezó cuando se quitó la camiseta, primero la camiseta y  luego los pantalones. El incendio había sido en un barco y en el hospital más cercano no tenían más piel para trasplantar que la de alguien  totalmente tatuado. No se iban a entretener en organizar los trocitos, así que él, entero, era  una historia desordenada. Pasamos lo que quedaba de noche intentando reunir piezas: en el antebrazo la punta de una estrella que seguía en una axila, en la pierna un trozo de sirena que se había dejado la cabeza en el omóplato, anclas en cachitos y trozos sueltos de cuerda cubriendole la espalda…

En otros lugares puedes no saber qué historia te va a tocar porque todas las sillas son iguales, eso no ocurre en el bar de doña Elena. Yo sé donde me tengo que sentar si echo de menos a Inés, y sucede.