sábado, 3 de marzo de 2012

Una semana con doña Natalia.


Los autobuses nocturnos se obstinan en convencerme de que me están deportando. Los eludo porque sé que en cualquier momento se pueden llenar de esa atmósfera tenebrosa que hace creer en ninguna parte. Dormirse en un autobús nocturno es fatal. Hay que evitarlo por todos los medios o despertaras en un agujero negro. Además se oyen más las voces en la oscuridad y las vidas dan más miedo. Por eso, a la altura de Calatayud, cuando ya se me había merendado el desasosiego, decidí llamar a Matías para que me viniese a buscar a la estación. Hay días en los que se necesita ver a alguien desde la ventanilla, recibiendo.

El sábado amaneció luminoso. Como todos los sábados Zoe llegó a las diez y subió churros. Como siempre llegamos a la pantera las primeras y pudimos pasearnos un par estanterías. Como es común, alguno de los libros se salió y empezó a reclamarme. Ese día fueron los “Ensayos” de Natalia Ginzburg. Los cogí, los hurgué, los pesé, los intuí, miré el precio y dije que no. Lo dije muy digna: ¡qué no pue de ser mar ti ta! deletreé en voz alta antes de proponerle a Zoe y a Eusebio que esperáramos a los otros en la puerta fumando. Cuanto más lejos mejor, que yo me conozco a esa viejita. ¡Y tanto que la conozco! no me dejó concentrarme, y eso que nos tocaba el tema de la parte al todo, que me gusta, pero ella no paró hasta que dejó a la altura del barro a Perec y a Altarriba, claudiqué, y se vino, primero a nuestra mesa y luego a mi casa.

He pasado una buena semana con doña Natalia, y aún me queda. Su aparente sencillez tiene un sabor demasiado potente, hay que degustarla en pequeños sorbos. Lo que más me gusta es que escribe sobre lo que le da la gana y todo lo ennoblece. No es confundible, nunca es maniquea, puede contar que su hijo odia las camisas de flores y te interesa porque lo cuenta ella. Destila muchos matices de esa esencia única, el ego de los literatos, con tanta naturalidad que nos parece que mientras nos lo cuenta está planchándole a su hijo la camisa de flores verdes que detesta. Me han gustado especialmente las páginas en las que dice que lleva toda la vida asistiendo a conciertos pero que no entiende un pepino de música clásica, y que a veces ni siquiera disfruta, pero que no puede dejar de ir porque en aquel patio de butacas se espera sentada a sí misma, y no se puede dar plantón. Como yo venía de una semana de patear exposiciones sentí muchas ganas de contar que algo se me ensancha cuando vago por museos, me reconforta esa contradicción de laberinto diáfano que tienen, hasta me apetecía contar mis gansadas cuando paseo horas sola adivinando desde lejos, y como voy sola, si me equivoco, pues me digo presuntuosa, vanidosa, ridícula, y me perdono enseguida: a cualquiera se le puede colar un Millares por un Tapies, aunque nunca se pueda confundir un Saura, diría Roberto, en quien pienso porque me enseñó a mirar.

Recomendado queda el libro de esa italiana apacible.