jueves, 4 de noviembre de 2010

Marrakech



Trasegamos algunos asuntos hondos y todas las cervezas en la terraza del primer hotel que encontramos, a la vuelta disfrutamos de la conversación con el taxista y, para acabar la noche y empezar el whisky, nos citamos en la azotea del Riad.

Unos días más tarde, a la vuelta, descubriríamos que aquella atalaya con velas de barco dentro de la medina era perfecta para espiar Marrakech; desde allí vimos el cortejo, con su coro y su cabra, de una boda, muchas golondrinas, a los niños jugando en otras terrazas, la alegría con que se abrazaron dos vecinas y a la gallina de al lado, que arrastraba un pesado ladrillo del que creía que podía huir. W nos avisó entusiasmado porque había visto un mono, pero nos pilló en pleno berrido flamenco, capitaneadas por “la vasca de las tres mil viviendas” y no le hicimos ni caso.

Por la mañana seguíamos reencontrándonos. Yo cruce la medina hasta la plaza con L y las dos íbamos en tal climáx narrativo que las frases se apretujaran después en la memoria con los cueros, las especias y las telas de colores que no vimos. Ni siquiera vimos, hasta unos segundos después, a las dos ardillas que se nos cruzaron, ni a la culebra. Y por supuesto no vimos al camello con rabia que tanto impresionó a Elias Canetti.

Luego, después de comer, ya nos pusimos a mirar como era una tarde de domingo en la plaza Djemaa el Fna.