miércoles, 1 de febrero de 2012

Agriculturas a lo divino


Puede resultar hasta dañino pensar en frutas a mitad de invierno. En mi memoria las frutas en invierno no eran más que naranjas y las manzanas pedorras del instituto, que sólo servían para simbolizar la eternidad y desatar batallas en la plaza después de la comida. Pero llegaron aires molineros cargados de emanaciones de la casa y me puse a pensar en frutas, “el árbol frutal forma parte de la casa... no es la marca de la ausencia…recordé.

Y lo busqué y releí:

En la exquisitez de sus agriculturas a lo divino, San Francisco de Sales nos toca con su sabiduría, cuando nos recuerda que si en la lasca lunada de una almendra, grabamos un nombre y lo ajustamos de nuevo a su nuez, todo el fruto repetirá el secreto allí impreso.

Un poco más abajo encontré lo que buscaba:

Los cronistas de aguacate llaman pera, sorprendidos de esa mezcla de almendra y de pera, de aceite y de misteriosa linfa. Don Juan Montalvo, le llama con desdén carne de perro vegetal y la rehúsa en sus banquetes. Qué horror. Deslumbra tanto como la piña, aunque su carne es muy a lo humano. Gran asimiladora de la lluvia, la piña se le adelanta por su absorción del rocío del amanecer. Pero hay un rocío de la medianoche, casi lluvia de caladillo, que parece irle derechamente a la entraña del aguacate. Esta natural retorta de almendras, regala todos los días de medio año, el puré cotidiano de lo maravilloso incorporado.

Como esos combates entre divinidades lunares y solares, tan frecuentes en la India, el mango guarda en su corteza como la diversidad de una paleta crepuscular, o unas valvas moluscoidales de amanecer. Medialuna morada, espirales amarillos, crecientes verdeantes, guardan el ofrecimiento de una pulpa solar acompasada. El yodo que decanta, prez de los capilares, está en las muscíneas de los comienzos. Yodo de algas, de estrellas de mar, de holoturias que chillan los bandazos de la marea. Cuando nos enteramos que dio cuatro frutos el primer árbol de mango sembrado, que fueron vendidos a onza cada uno, precisamos la magia equivalente de aquella contratación, un oro de pulpa, que era cambiado por un oro de fiducia. El precio del sabor de este fruto, guarda siempre como la nostalgia de aquella onza. Nuestro gusto paga siempre una onza por este asombro de germen solar.

En un trópico que no es el nuestro, el de Pablo y Virginia, el crecimiento de un árbol es la marca de una ausencia. En el nuestro, el árbol frutal forma parte de la casa, más que del bosque. Forma plena la de la fruta, es la primera lección de clásica alegría. Es un envío de lo irreal, de una naturaleza que se muestra sabia, con un orden de caridad, indescifrable, que nos obliga a ensancharnos. Nos dan esas frutas por la incorporación, una plenitud más misteriosa que la imagen en el camino del espejo. Si tapásemos todos los espejos, por donde transita la muerte, las frutas de nuestro trópico, al volver a los comienzos, alcanzarían la plenitud de su diálogo en ese tiempo mitológico. Son un eco, no descifrable, de la dicha total interpretada. Preludian el árbol que acoge la transparencia del ángel, las conversaciones del hylamhylam con el colibrí.

Corona de las frutas. José Lezama Lima