Brillando oscura la más secreta piel conforme... Brillando oscura la más secreta piel conforme a las prolijas plumas descaradas en ruido lento o en playa informe, mustio su oído doblado al viento que le crea deforme.
Perfilada de acentos que le burlan movedizos el inútil acierto en sobria gruta confundido grita, jocosa llamarada -nácar, piel, cabellos- extralimita el borde lloviznado en que nadan soñolientos rizos.
¿Te basta el aire que va picando el aire? El aire por parado, ya por frío, destrenza tus miradas por el aire en cintas muertas, pasan encaramadas porfías soplando la punta de los dedos al desgaire.
El tumulto dorado -recelosa su voz- recorre por la nieve el dulce morir despierto que emblanquece al sujeto cognoscente. Su agria confesión redorada dobla o estalla el más breve marfil; ondulante de párpados rociados al dulzor de la frente.
Ceñido arco, cejijunto olvido, recelosa fuente halago. Luz sin diamante detiene al ciervo en la pupila, que vuela como papel de nieve entre el peine y el lago. Entre verdes estambres su dardo el oído destila.
Cazadora ceñida que despierta sin voz, más dormidos metales, más doblados los ecos. Se arrastra leve escarcha olvidada en la líquida noche en que acampan sus dormidos cristales, luz sin diamante al cielo del destierro y la ofrenda deseada.
El piano vuelve a sonar para los fantasmas sentados al borde del espacio dejado por una ola entre doble sonrisa. La hoja electrizada o lo que muere como flamencos pinchados sobre un pie de amatista en la siesta se desdobla o se irisa.
No hay más que párpados suaves o entre nubes su agonía desnuda
Desnudo el mármol su memoria confiesa o deslíe la flor de los timbres, mármol heridor, flor de la garganta en su sed ya despunta o se rinde en acabado estilo de volante dolor.
Oh si ya entre relámpagos y lebreles tu lengua se acrecienta y tu espada nueva con nervios de sal se humedece o se arroba. Es posible que la lluvia me añore o entre nieves el dolor no se sienta si el alcohol centellea y el canario sobre el mármol se dora. El aire en el oído se muere sin recordar el afán de enrojecer las conchas que tienen las hilanderas. Al atravesar el río, el jazmín o el diamante, tenemos que llorar para que los gusanos nieven o mueran en dos largas esperas. José Lezama Lima
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