martes, 24 de enero de 2012

De música y locomoción



Habían pasado casi diez años desde que aquello ocurrió, pensaba de camino al concesionario de automóviles, y ya entonces se sintió muy mayor. La primera vez fue en el asiento de detrás del conductor. Ella estaba despistada mirando al tendido, aunque ahora sabe por que fábrica del polígono pasaba el autobús en ese momento, pero lo recuerda porque hay minutos que vuelven a por su rescate y te tironean hasta que los reconstruyes enteritos, hasta que les sitúas la última minucia.
-Él se quitó el auricular de la oreja izquierda y lo introdujo en la mía. Fue una doble violación del territorio: me estaban invadiendo la música y una mano. Arqueé el lomo como un gato y como si saltara dije: Wagner, El holandés errante. Y nada más. Él sonrío pero sin mirarme, fue una sonrisa dirigida a la espalda del conductor que yo veía reflejada en la mampara de seguridad y que debió ser muy larga, porque enseguida llegamos.
Y aquello le había parecido simple y hermoso. El ímpetu de un joven que poseído por Wagner no había podido evitar el impulso de compartirlo, pensó. Y se sintió muy mayor. Fuera del autobús llovía y todo junto le recordó los cuentos melómanos de Julio Cortázar. Se prometió releerlos. Siguieron coincidiendo en el autobús de las ocho de la mañana pero hasta muchos días después no se volvieron a sentar juntos.
-Aquellos días lo espié con malicia, me hubiera sabido malo que compartiera el altavocito con cualquiera, quería sentirme elegida, o que fuera un acto único, no sé. Además no siempre que nos tocaba compartir asiento lo hacíamos. Aquel día por ejemplo no hubo ningún contacto, el juego empezó una semana después; tres días seguidos en asientos contiguos: Paganini, Moto Perpetuo op.11, las suites para chelo de Bach y Dvorak, sin duda, pero no recordé la pieza. Claro que me he equivocado muchas veces. Y nada, no pasaba nada, negaba con la cabeza y también sonreía. Varias veces, nos vimos fuera del autobús varias veces, siempre en el auditorio, y actuamos como si el otro fuera invisible. Él elegía para la mañana siguiente algo del concierto que habíamos escuchado, pero nada más. No, hablar nunca. Durante diez años la mano la música y la sonrisa. No todos los días, ni siquiera siempre que había un sitio vacío, en diez años te atraviesan muchos ánimos.
Me llamaba desde la cafetería de enfrente del concesionario, se acaba de comprar un coche, nunca lo había contado pero quiere que ahora, que va a dejar de coger el autobús de las ocho, alguien lo sepa.
La imagen es de Chema Madoz.