
Habían pasado casi diez años desde que aquello ocurrió, pensaba de camino al concesionario de automóviles, y ya entonces se sintió muy mayor. La primera vez fue en el asiento de detrás del conductor. Ella estaba despistada mirando al tendido, aunque ahora sabe por que fábrica del polígono pasaba el autobús en ese momento, pero lo recuerda porque hay minutos que vuelven a por su rescate y te tironean hasta que los reconstruyes enteritos, hasta que les sitúas la última minucia.
-Él se quitó el auricular de la oreja izquierda y lo introdujo en la mía. Fue una doble violación del territorio: me estaban invadiendo la música y una mano. Arqueé el lomo como un gato y como si saltara dije: Wagner, El holandés errante. Y nada más. Él sonrío pero sin mirarme, fue una sonrisa dirigida a la espalda del conductor que yo veía reflejada en la mampara de seguridad y que debió ser muy larga, porque enseguida llegamos.
Y aquello le había parecido simple y hermoso. El ímpetu de un joven que poseído por Wagner no había podido evitar el impulso de compartirlo, pensó. Y se sintió muy mayor. Fuera del autobús llovía y todo junto le recordó los cuentos melómanos de Julio Cortázar. Se prometió releerlos. Siguieron coincidiendo en el autobús de las ocho de la mañana pero hasta muchos días después no se volvieron a sentar juntos.
Me llamaba desde la cafetería de enfrente del concesionario, se acaba de comprar un coche, nunca lo había contado pero quiere que ahora, que va a dejar de coger el autobús de las ocho, alguien lo sepa.
La imagen es de Chema Madoz.