domingo, 21 de agosto de 2016

Las islas son el regalo hecho al mundo en días de paz para su gozo.






Pero ese carácter de graciosa donación con que las islas se nos muestran en nuestra imaginación espontánea, está unido a otro que es como su base: la isla nos parece ser el residuo de algo, el rastro de un mundo mejor, de una perdida inocencia: la sede de algo incorruptible que ha quedado ahí para que algunos afortunados lo descubran. Algo así como el testimonio de que el hombre, la criatura humana, ha sido alguna vez más pura, es decir, más verdadera: de que siendo más "sí mismo" ha estado en viviente comunidad con la naturaleza. Y eso también, ¡la naturaleza en la isla siempre es más dulce, más amiga, más prodigiosa! De las islas se espera siempre el prodigio. El prodigio de la vida en paz, de la vida acordada en una armonía perdida y cuyo lejano eco es capaz de confortarnos el corazón: de una edad en que ninguna palabra había sido prostituida, en que el trabajo era alegre siempre y el amor no arrojaba de su luminoso cuerpo la sombra de la envidia.

Me acaba de decir María Zambrano. Estos días alterno la escucha: un rato doña María y otro Carson McCullers y por la noche, después de nadar, buscamos palabras exactas, con mi niña Blanca. Eso que dice la Zambrano de las islas bien podría servirnos para el molino.