viernes, 25 de marzo de 2016

Seguimos





Puedo reconstruir a donde he ido y qué he hecho, pero no sé bien dónde he estado cuando mi pequeño equipo neuronal se toma días de silencio, (lo hace aquí, allá y acullá). Es un descanso dejar de recibir noticias mías, que es exactamente lo que ocurre cuando no escribo, o cuando no rumio para escribir. Que todo esté pegado como un papel film a lo concreto tiene sus ventajas: notar más la respiración, los músculo, los sabores, los sonidos, la luz.

Todavía hay momentos en los que me digo: estoy en México. Sin embargo, el vienes, comiendo chile en nogada en un ranchón pensé: estoy en América Latina, porque los ranchones no gastan nacionalidad, siempre tienen enfrente el mismo barrio, de colores vivos pero tristes por el amianto, y suenan Rocio Jurado, Julio Iglesias y José Luis Perales, y pasan mismas gentes: los que venden dulces, los que venden cigarrillos, los que venden paletas, piñones, caramelos, pañuelos de papel, cerillos, especias, perfumes... No encuentro estadísticas ahora, pero hay millones de latinoamericanos de todas las edades que amanecen con veinte pesos, un euro, y ocupan el día intentando convertirlos en treinta, cuarenta, cien con suerte. Se llama el rebusque. Todos los días sueñan con que quede más para invertir más al día siguiente, pero lo que suele ocurrir es que queda menos y hay que “prestar” (de esas necesidades sabía mucho el asqueroso banquero Yunus). La versión más cruel del cuento de la lechera es la que escribe día a día la biografía de esos latinoamericanos que no pueden escapar de la neurosis numérica si quieren sobrevivir. Buena parte de ellos peregrina por los ranchones.

Más tarde fui a la presentación de un libro, en Profética, una librería con bar que es el centro de encuentro intelectual de la ciudad, y me dije, ahora no estoy en ningún sitio exactamente. Ese espacio podría estar en cualquier país, esas gentes, esa tarde preocupadas por la tierra, por la aculturización, por las rapidísimas pérdidas de especies, por los agricultores, menos mal, también abundan aquí.

Entonces alguien me invitó a seguirla en su casa y dos cuadras más allá llegamos a un patio del siglo de oro: sin remozar, rodeado de torres, lleno de unas hojas tan grandes que a la fuerza llevaban cuatrocientos años creciendo. Inevitable la conversación fue sobre México y España, tal vez se inició en ese patio cuando se sembraron los tiestos. Y tuvimos grandes carcajadas. Hubiese matado por recordar lo que se contó, pero fue tanto que sólo retuve la categoría de pendejo periférico, hay cientos de categorías, y aquel ejemplo sobre las ganas de convencer de los mexicanos: le van a vender un curso de inglés a alguien que dice que ya sabe y el raudo méxicano le argumenta: razón de más para que lo compre, lo va a entender todo.

Y ya me volví a la mansión modernista, la morada proteica donde tan pronto hay yoga, como trabajo, como planes de trabajo, como ensaladas de nopal. Hasta viajes a la danza para recibir a la primavera con percusión; el sábado tuvimos Fandango Jalocho, tamales y pulque, la cabeza necesita oír ruido sincronizado por estas fechas.


Hoy toca lectura; “Algo va a pasar, ya lo verás”, de un griego, Christos Ikonomou, aromátizada con azahar y soneada por muchos pájaros.





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