lunes, 21 de abril de 2014

Una correntada de memoria me dejó al loro cocido y la foto del malecón.





El loro.

Mis tíos tenían una mercería grande, en el centro del pueblo, de la que mi madre era la dependienta, y otra diminuta en su casa, expendiduría más que sucursal. Cuando tenía 14 años me dejaron a cargo de la tienda pequeña durante sus vacaciones, esa confianza fue un honor enorme que se convirtió en inolvidable.

La primera tarde se atascó la cinta de la máquina registradora y, no sé por dónde metí los dedos, que no sólo me los machacó, sino que me tatuó un 444 en el índice que duró meses. Para recomponerme me preparé un té, y el loro patoso, que aún vive y siempre ha ido suelto, se metió en el agua hirviendo.

Nadie se enteró, porque nadie me supervisaba, pero pasé un mes de aupa con aquél bicho cabizbajo perdiendo plumas por el pasillo. ¡Y cómo se cura a un loro! Dejó de hablar, sólo ruidos angustiosos graznaba, y yo empecé a hablarle continuamente, pero en ningún momento dio señales de haberme perdonado.


La foto

Más, más, un poco más, más atrás, un paso más, le dijo el que iba a ser mi cuñado a mi hermana haciéndole una foto en un malecón. Y la otra, que por educación y por genética respeta hasta el extremo las distancias que le ponen, tuvo la habilidad de darse la vuelta en el aire y sólo se rompió el brazo, una pierna, siete piezas dentales y la mandíbula.

No creo que la quisiera matar, sería un malentendido. Las ilusiones ópticas. O que ya no lo oía desde tan lejos.

p.d Nunca pensé que el asunto del loro fuese literario, pero muchos años después leí de otro loro cocido en las memorias de García Marquéz, allí mismo dejé de leer y se las pasé a mi madre. Seguro que si contaba lo mío me iban a decir que era plagio.

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