viernes, 18 de abril de 2014

Agur Nati




Eugenio Ampurdia




No la reconocí, bueno fue peor, supe que del impacto se me había olvidado como era. Su madre me estaba abrazando y las dos la miramos con las cabezas muy juntas mucho rato, me parecía imposible que dos cabezas tan próximas compartieran tanto dolor sin transmitirse ninguna imagen, pero no logré rescatar ni un sólo gesto de Nati delante de aquella mujer que estaba en la caja. Nada más llegar vi a su su marido, Elisardo, que me dijo, “entra a verla, que está muy guapa” también me dijo “yo sé que la querías mucho” Por el camino encontré a mi prima Elisa, que se niega a ver a los muertos y hasta nos disuade, y claro, me acordé de mi sobrino de diez años, que un mes antes, cuando lo encontré mirando por ese mismo cristal a su abuelo, también dijo que lo veía muy guapo.

Fuera estaban los de siempre, los que te preguntan ¿estás aquí ahora?  El que te besa, el te ignora, el que te quiere, el que te quiere saber, el que te pregunta directamente y la que te odia, a ti y a un par más, porque supongo que el odio es una vaina insaciable, que aprovecha a los espectadores para erizar hasta a las flores de las coronas. Sería prota de una novela si hubiera terminado la que estuve a punto de escribir y que iba a tratar sobre esa potencia aniquiladora.

Y en la antípoda de los retorcimientos Nati, mi queridísima Nati. Esa chica alegre que tenía dos años más que yo y de la que, mucho antes de que estudiara magisterio, ya sabíamos todos que era maestra. Y el peor escozor, el de tantas cosas por contar, el de todos los abrazos que se nos han quedado pendientes.



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