lunes, 19 de marzo de 2012

Pánico en los mayos


Disfruto mucho conduciendo, y más si voy sola, es como meterme en una capsula en la que todos los paisajes y los tiempos se entremezclan, me oxigena ese totum revolutum. O bien podría decir que pienso clarito en el coche, para pensar así me resulta imprescindible poder gritar si es necesario, pero, sobre todo, necesito imaginar las réplicas de mi copilota vital que, menos mal, siempre se deja la Imago en el asiento de al lado. Con frecuencia, cuando paro a tomar un café en una gasolinera, me siento alguien con una biografía recién reordenada a quien no me desagradaría conocer.

Pero tengo un excedente de pánico acumulado que encuentra en los viajes su punto de fuga.

El sábado subí a Riglos a cenar, no miré el mapa. Las chicas me habían estado repitiendo por donde tenía que ir los días del congreso, así que, sin titubear, me dirigí hacia Ayerbe disfrutando de ese misterio que comparten las carreteras comarcales por la noche, degustando veintiocho kilómetros que podían estar en Andalucía, en la Panamericana o en Asturias. Haciendo otra vez balance de las expectativas que impulsaron los otros viajes. Pero creo que me relajé más de la cuenta, porque fue mirar el reloj, eran las ocho y veinticinco, pensar “cinco minutos me quedan” y entrar en dos agujeros negros; el de la duda y el de una carretera de montaña.

Una vez abierta la espita del pánico, y por injustificado que sea, no hay quien pare la hemorragia. Me estaba diciendo en voz alta “siempre te pasa esto y te sales en la anterior” cuando se encendió la luz de la reserva por la inclinación, para hacer más miedo, y sentí sobre el coche la sombra de los Mayos, aunque podía ser la de las nubes de la tormenta o la de un túnel. Dejé de preguntarme cual era cuando desemboqué en un puente de hierro despintado que parecía que te cruzaba a otro tiempo y donde el único cartel decía “prohibido camiones” . No fueron muchos, unos quince kilómetros a veinte, que me parecieron miles, hasta que llegue a una encrucijada en la que había luces. Casi me subo a San Juan de la Peña, pero dí la vuelta a tiempo y encontré a un paisano que parecía salido de Oregón televisión y que me dijo:

-A Riglos vas, pues vas de culo. Y eres de Zaragoza, Me cago en san dios, anda que la lleváis buena. Con el rato que llevas rodeando los Mayos. Y lo que se ven.

Me dio un ducados y me explico por dónde se volvía, por lo menos dos o tres veces.

5 comentarios:

Ester dijo...

Todo el mundo debería vivir la experiencia de cruzar ese puente que comentas! Joder, Marta, te saltaste los mayos a la torera, menos mal que encontraste a un sincero oregonés.

Anónimo dijo...

Si es que... boah!
Pero llegar, llegó. Vaya si llegó la Marta... justo para comer carne asada, que por los Mayos, ya habían inventado el fuego el sábado en la noche... y para el resto de la velada.

Miguel Baquero dijo...

En algunos momentos de tu relato he llegado a sentir miedo... ese puente de hierro que parece que te va a atravesar a otra dimensión... esa música inquietante ñiñiñiñi que sonaba de fondo... Con un GPS nada de todo esto habría ocurrido, claro que te habrías perdido la respuesta del paisano.

Jesús Alonso dijo...

Me gusta como disfrutas los momentos y las lecturas y como lo cuentas.

Marta Sanuy dijo...

¡Joder que puentes tenéis Ester! ¡Y cómo se me estiró el tiempo! ¡eso es literatura! Hasta pensé que podía encontrarme contigo y con Fago, bueno, al revés. Por cierto que la abajo anónima firmante preguntaba que si los habitantes de fago se llaman fagocitos

Esa ausencia de música inquietante fue aun peor Miguel, que llevo un casette roto y del pleistoceno.

Me gusta dar esa impresión feliciana, aunque no sea del todo cierta. Pero casi, a veces casi.