lunes, 12 de enero de 2009

Testamentos, grafomanía y delitos



Ayer leí cosas demasiado largas y también el testamento de mi tío. Quizá por eso recordé a Virgilio Piñera quien, tras el nombramiento de Batista como presidente en 1940, escribió un testamento literario muy corto.

Decía:

Se entregarán todos mis papeles literarios a mi amigo, José Lezama Lima, quien procederá a destruir de los mismos todo aquello que signifique "lugares comunes" en la evolución de la literatura universal.

¡Qué hombre más responsable Virgilio!¡y qué suerte tener quien te borre!
Me gusta mucho ese testamento y también me gusta este cuento:


Grafomanía

Todos los escritores-los grandes y los chupatintas-han sido citados a juicio en el desierto del Sahara.
Por cientos de miles este ejército poderoso pisa las candentes arenas, tiende la oreja-la aguzada oreja-para escuchar la acusación.
De pronto sale de una tienda un loro. Bien parado sobre sus patas infla las plumas del cuello y con voz cascada-es un loro bien viejo-dice:
-Estáis acusados del delito de grafomanía.
Y acto seguido vuelve a entrar en la tienda.
Un soplo helado corre entre los escritores. Todas las cabezas se unen; hay una breve deliberación. El más destacado de entre ellos sale de las filas
-Por favor...-dice junto a la puerta de la tienda.
Al momento aparece el loro
-Excelencia-dice el delegado-.Excelencia, en nombre de mis compañeros os pregunto:¿Podremos seguir escribiendo?
-Pues claro-casi grita el loro.-Se entiende que seguiran escribiendo cuanto se les antoje.
Indescriptible júbilo. Labios resecos besan las arenas, abrazos fraternales, algunos hasta sacan lápiz y papel.
-Que esto quede grabado en letras de oro-dicen.
Pero el loro, volviendo a salir de la tienda, pronuncia la sentencia:
-Escribid cuanto queráis-y tose ligeramente-, pero no por ello dejaréis de estar acusados de delito de grafomanía.

Virgilio Piñera El que vino a salvarme Ed Cátedra.

La imagen es de Michel Bartory

1 comentario:

Miguel Baquero dijo...

Bonito cuento. Ya bastante tenemos los que nos gusta escribir con no poder estar sentados mucho tiempo sin que sintamos la imperiosa necesidad de llevar alguna ocurrencia a un papel. Eso sí que es una condena y no la de Sísifo.