Le conté a mi padre que en El Salvador no había champiñones y ¡la qué hice! Luego Idoia, una agrónoma vasca que vivía allí, se entusiasmo tanto como él con la cría del champiñon en cautividad, y Carlos construyó una casa climática que nos dejó sin mesa de ping-pong. Y, menos mal que vinieron los nicas a las elecciones el día que tocaba poner la casita en pie, porque pesaba. ¿Pero cómo se llamaba el hermano de Bianca? Wilmar me contó hace poco que era ministro en algún sitio.Wilmar es otro de los que cuenta el viaje a Blufields de oído. Había quince o veinte, nada tontos, convencidos del éxito de aquel producto exótico para las pizzerias, colaboraban trayendo paja, meditando inconvenientes y descifrando manuales especializadísimos. La cocina se llenó de tubos, observadores y termómetros. Mi padre exportó su neurosis con éxito, de eso no hay duda: él investigaba desde aquí y nosotros desde allí: casi sin internet. Por fin llegaron las semillas y el nido climático estaba casi listo, le faltaba un par de días. Estoy segura de que aquel bote sellado con las esporas preciosas no permaneció en el frigorífico más de dos días. También lo estoy de que Carlos e Idoia habían tomado todas las profilaxis, temperaturas y anotaciones sobre la humedad posibles, nosotros nos coceríamos pero nuestros champiñones nunca. Dos semanas cabeceando y dándose la razón entusiasmados llevaban esos dos. Entonces ¿Qué falló? ¿Por qué no asomó ni un hongo?
Años despúes llegué a la conclusión de que algún rambriento de los que vivían o pasaban por la San Antonio se había preparado una tostada de agaricáceos a mitad de noche y, sin querer, rompió el ciclo.
Todo esto viene al caso porque llevo toda la tarde informándome sobre la cría de tortugas y pavos reales y no sé si contárselo a Matías.
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