viernes, 11 de julio de 2008

Mis tías se van a Rusia



Ya he hablado de la tía Marisa, esa mercera que leía compulsivamente delante de una estufa de butano y despedía a los clientes mirando por encima de las gafas si la interrumpían. Lo que no conté es qué estaba leyendo: estaba leyendo a los rusos.

Dos manzanas más allá tenía la zapatería mi tía Emma, su cuñada, la recuerdo saliendo por la puerta grande hacia Rusia después de: haber preparado seis o siete bocadillos de chorizo, haberle parado un ataque de asma a Elena, haberme sacado de la acequia en un brazao (fue día que soltaron sin avisar el agua y el susto me debió fijar la memoria) todo esto mientras vendía dos pares de zapatillas, sacaba y metía trescientas cajas y escuchaba en el altillo a siete niños gritando. Bueno, pues yo la recuerdo diciendo: ¡se acabo! Se sentaba, encendía un cigarro, cruzaba las piernas y se ponía a leer, ¿a quién?: a los rusos.

Recuerdo también cuando compraron en dos volúmenes no sé qué de Dostoievski, creo que fue El idiota. Las dos querían el primero, claro, y Emma, que siempre prueba la resistencia de los demás decía:

- Qué más da Marisa, empezar una historia en un momento o en otro, es la misma historia, ¡pues vaya problema empezar por el segundo tomo!, yo me lo quedo, a nosotras no es el final lo que más nos interesa. ¿Cuándo ha sido el final lo importante con los rusos?

No abundaban los libros, siempre he creído que eso abre las fauces, se prestaban pero se cuidaban mucho. De algún modo cada uno cuidaba el suyo. Mi madre cuidaba un Quijote, mi padre las obras completas de Jardiel Poncela y mis tías a todos los rusos, pero ese es otro tema.

En verano me quedaba en la tienda de arriba, que estaba en casa de Marisa; El Trópico llego a tener sucursales. No iba nadie y yo siempre tuve este vicio de estar sola, y lo más importante: allí estaban los rusos. Un día estaba hirviendo agua para un té y el loro, que es de mi tío Marino, que fue también quien le puso el nombre y ambiente a la mercería, se cayó en el agua hirviendo. Mientras intentaba salvarlo se mojó el ejemplar de un ruso y yo no sabía si lo sentía más por el loro: ¿cómo actuar con un loro al que se le caen las plumas?, o por haberle escaldado a un ruso a la tía Marisa.

Marisa ha traspasado la tienda, se acaban esta semana cincuenta años de “El trópico” sobre los que podría escribir una novela que solo me interesaría a mí. Ha decidido que todo lo que saque de los saldos va a ser para el viaje a Rusia, se va a Rusia, lo primero es irse a Rusia, con Emma, claro. Ahí estamos las sobrinas acumulando ropa interior, laca de uñas, bañadores premamá y un montón de cosas innecesarias, ¡para el viaje de las tías a Rusia!

Ellas releen, exclaman Rusia y sonríen, miran mapas, recuerdan nombres de políticos, de músicos y de zarinas, sus maridos ni siquiera han intentado decir que las acompañan.

-Marisa, tiene que ser en invierno, y con la memoria fresca no te despistes, dice Emma; ¡nos sentiremos como dos espías trasnochadas cruzando la plaza roja!

-¿A que sí?

Le sonríe la otra

P.D. El loro sobrevivió, ahora tiene cuarenta y siete años y sigue odiando a las rubias, sobre todo si leen a los rusos en El trópico, sigue vagando a su aire por la mercería, de vez en cuando interrumpe y la otra le da un manotazo. La naturaleza es sabia y nos junta con nuestro contrario.


Imagen Delaunay