Para tomarme vacaciones de mí misma lo primero que tenía que
hacer era cambiar de librero. No se trataba de buscar otro librero, sino de encontrarlo. Tardó en aparecer, se llama Gregorio, no
sustituye a Pepito: quién va a sustituir a ese, se le suma, y ahora leo a
Herbert, Chimial y Ortuño comentados por un chavito mucho más joven que ellos
que los conoce al palmo.
En todas las ciudades se libra un combate entre el asfalto y lo vegetal, aun sé notarlo,
aunque en los países ricos esté decidida esa batalla. En Puebla encuentras una
munición de raíces allá donde mires: en el piso, en las ventanas de viejos
palacios o asomando por los tejados. Tenía que cambiar de aceras, aprender a
mirar más al suelo, conseguir no caerme, ¡yo, que tropiezo en una raya de
lapicero!
También tenía que encontrar un hilo rojo para hacer el
trabajo de lo serio que me toca. Eso fue mucho más fácil, ¡me encontré a un
periódico entero haciendo platillos en la cocina! Mamá Mely y nosotras, sus polluelos. Allí me enseñaron
a comer, como si fuera chiquita de nuevo. Para el segundo desayuno Ernesto me trajo
Huitlacoches. Una semana después ya le estaba contando a Mely millones de ánimos y que aún dormía
con la chaqueta que me hizo mi madre.
-Pues deja la chaqueta que está empezando a hacer calor y te
va a dar un sarpullido.
Me dijo. Lo mismo que me hubiera dicho la Arse. ¡A ver quién
se sale de debajo de esa ala! Menudo caserón nuevo el Lado B
Eso me da ocasión para comentar una de esas jugarretas del
azar:Siempre relleno de agua las botellas de alcohol de más de setenta
grados. Produce cierto escándalo, infundado, mi mesilla. Las botellas son la
del recibimiento y la de la despedida. Y todo el relato, bastante más acuífero de lo que parece,
fluye entre ellas.