sábado, 22 de octubre de 2011

Paul Léautaud




Me persigue como lo hacía Jules Renard, con frases sueltas, una vez imantada la atención aparece por todos los rincones, y ya no tengo glándulas salivares más que para leer sus diarios.

Las cosas tristes, dolorosas, son más hermosas para la mente, pues ahí encuentran más prolongaciones que las cosas alegres, felices. La palabra tarde más hermosa que la palabra mañana, la palabra noche más hermosa que la palabra día, la palabra otoño que la palabra verano, el adiós más que el buenos días, la desgracia más hermosa que la felicidad, la soledad más hermosa que la familia, la sociedad, el grupo, la melancolía más hermosa que la alegría, la muerte que el nacimiento. A igual talento, el fracaso más hermoso que el éxito. El enorme talento ignorado más hermoso que el autor de grandes tiradas, adorado por el público y festejado a diario. Un escritor de gran talento que muere en la miseria más hermoso que el escritor moribundo entre millones. El hombre, la mujer, que han amado, que han sido amados, acabando sus vidas en un cuartucho del desván, con la única fortuna y compañía de sus recuerdos, más hermosos que el abuelo rodeado de sus nietos y que la viuda enriquecida todavía cortejada por su fortuna. ¿De dónde procede todo ello y porqué se encuentra en el interior de todos nosotros en grados diferentes? En nuestro fondo hay, en mayor o menor medida, un desencanto, una melancolía que ahí se regodean, y que hay que aborrecer y rechazar como un veneno.

Lo que confiere mérito a un libro no son ni sus cualidades ni sus defectos. Reside enteramente en esto: que sólo su autor podría haberlo escrito. Todo libro que pudiera haber sido escrito por otro que no fuera el autor puede tirarse a la papelera.

A veces, por la noche, a punto de dormirte, se te ocurren ideas interesantes, y hay una cierta voluptuosidad en el temor de perderlas por pereza de levantarse para anotarlas.

Si escribo tan poco no es porque me esfuerce, sino porque tengo horror al trabajo. Sólo escribo cuando «me da por ahí». Si tengo algún talento es el de improvisador.

En nada hay placer ni interés sin pasión. Hacer el amor como un deber, escribir como oficio, por ambos lados: nada.

En cualquier cosa, lo que se da en llamar perfección, no tiene interés. La perfección no tiene personalidad.

No hay sentencias máximas ni aforismos de los que no pueda escribirse la contrapartida

P.D. Hablando de vagancia escritural acaba de llegar un correo de Ester en el que me dice (pasé una noche quejándome con Gonzalo y con ella por la dimensión de un encargo)

¿Tú qué tal vas? Hace días que no escribes, supongo que estarás con tus diez folios, total, sólo te han dado un año...

Sospecho que Léautaud me reafirmará en la manía de borrar más de lo que escribo.