Algunas historias se quedan sentadas para siempre en la silla
del que las contó, como si hubiesen encontrado su formulación definitiva y
dijeran: yo de aquí no me muevo. La de Inés una noche de estas navidades
en el bar del Valle es de esas.
Arrancó con una fórmula clásica: estaba perdida en un lugar remoto de Guatemala y no tenía donde dormir
cuando me hablaron de una casita a las
afueras. Tenía a su favor que estaba anocheciendo y el paseo, mover las
piernas es una de las cosas que más ayuda a perorar, y el escenario, claro, no
me atrevo yo a describir esa terraza colgada en ninguna parte y ornada con
flores y flores, igual da naturales que de plástico. Siguió con una descripción
de la casa y de los personajes que encontró en la casa, habló de la señora
extraña que la regentaba y le fue situando un par de frases sobre cada
inquilino alrededor, pero es una contadora, y se guardó al protagonista casi
hasta el final. Ya nos tenía tan
entregadas que ni pedimos otra cerveza, y cuando todo el tiempo era suyo empezó
a hablar de aquel hombre: el hombre con más biografía que conocerá, seguro. Había
sido abogado, narcotraficante, pirata, asesor financiero, profesor, asesino a
sueldo…aquí lo bordó, hizo una enumeración perfectamente desordenada, mucho
mejor que la que yo dejo, un encaje de bolillos. No sé si fue todas esas cosas, pero narraba tan bien, a altas horas y delante de una chimenea, que me daba igual que fuera un fabulador, porque era buenísimo. Y ahí
casi se pierde y nos pierde con una digresión que no sé si hacía falta, pero
que va, volvió con herramientas cuando menos lo
esperábamos.
-Después del incendio
se había refugiado en aquella casa y no había vuelto a hacer nada.
La historia que os quería contar aún no ha empezado. Empezó cuando se quitó
la camiseta, primero la camiseta y luego
los pantalones. El incendio había sido en un barco y en el hospital más cercano
no tenían más piel para trasplantar que la de alguien totalmente tatuado. No se iban a entretener en
organizar los trocitos, así que él, entero, era una historia desordenada. Pasamos lo que
quedaba de noche intentando reunir piezas: en el antebrazo la punta de una
estrella que seguía en una axila, en la pierna un trozo de sirena que se había
dejado la cabeza en el omóplato, anclas en cachitos y trozos sueltos de cuerda cubriendole la espalda…
En otros lugares puedes no saber qué historia te va a tocar
porque todas las sillas son iguales, eso no ocurre en el bar de doña Elena. Yo sé donde me tengo que sentar si echo de menos a Inés, y sucede.