jueves, 19 de abril de 2007

Vuelta







Encontré un libro de Octavio Paz, dos de Cioran y un ejemplar de Vuelta en casa de la abuela el día que baje con mi madre, seguían en el brazo del sillón, el de la ventana de debajo de la escalera, los había olvidado allí hace casi veinte años, por pelos se salvaron del derrumbe. Me los traje y ¡Como huelen!


En aquella época me sentía privilegiadísima porque mi tío Clemente, que se había casado por poderes y solo volvió dos veces de Monterrey, me mandaba ejemplares viejos de la revista de Octavio Paz.

Felices, tremendos los reencuentros con este mejicano.


MÁS ALLÁ DEL AMOR

Todo nos amenaza:
el tiempo, que en vivientes fragmentos divide
al que fui
del que seré,
como el machete a la culebra;la conciencia,
la transparencia traspasada,
la mirada ciega de mirarse mirar;
las palabras, guantes grises, polvo mental sobre la yerba,
el agua, la piel: nuestros nombres, que entre tú y yo se levantan,
murallas de vacío que ninguna trompeta derrumba.
Ni el sueño y su pueblo de imágenes rotas,
ni el delirio y su espuma profética,
ni el amor con sus dientes y uñas, no bastan.
Más allá de nosotros,
en las fronteras del ser y el estar,
una vida más vida nos reclama.

Afuera la noche respira, se extiende,
llena de grandes hojas calientes,
de espejos que combaten:
frutos, garras, ojos, follajes,
espaldas que relucen,
cuerpos que se abren paso entre otros cuerpos.

Tiéndete aquí a la orilla de tanta espuma,
de tanta vida que se ignora y se entrega:
tú también perteneces a la noche.
Extiéndete, blancura que respira,
late, oh estrella repartida, copa,
pan que inclinas la balanza del lado de la aurora,
pausa de sangre entre este tiempo y otro sin medida

¿El tiempo?




Vuelvo de una fiesta en Paris por mandato imperativo de su regente.

Están siendo unos días ajetreados estos, he viajado mucho con Landero y he llegado hasta la casa de mi abuela. Hace unos meses soñé que la tiraban y me pareció que era una pesadilla, se lo conté a mi madre y me dijo:

- Ya bajaremos. No es para asustarse Marta, porque de hecho la van a tirar y no tiene sentido hacer dramas tan largos por algo que es inevitable, además tiene muchos años ¿cuántos?, ¿trescientos y pico?.

Mi madre es así. Una vez pasamos por la casa en que había vivido mi tía Marcelina, íbamos en el coche con la abuela Raimunda, que ya tenía noventa y nueve años, y mi abuela se echo a llorar

-¡pobre mi hermana!, dijo

A lo que mi madre respondió como habla ella, segura, pero un poco recitando, para no herir.

-madre no llores porque si tu hermana viviera tendría ciento diecisiete años y eso no es posible.

La abuela Raimunda se murió a los ciento uno o ciento dos, si aguanta unos meses más hubiese vivido en tres siglos, (se murió el día que vino Carlos a España, hacemos bromas macabras con eso y nos sirve para los cálculos). Claro que ella estaba preparada para durar tanto y reproducirse tanto. Su madre, mi bisabuela Alejandra, murió a los ciento tres, era pequeña, pequeña y aún así seguía disminuyendo, se sentaba en una silla baja, en un rincón, y comía en el alda, con un rosal detrás, hasta que desapareció.

El cementerio en Utebo es, también, un parque, como a los de París, de dónde vengo: y esta en el centro. ¿Eso habra cambiado nuestra relación con la muerte?.

Cuando paseo acompañada por allí y llegamos a las tumbas de mi familia tiemblo pensando: ¡va a creer que yo tengo más tiempo!

Mama gata es infalible y días después bajamos a despedirnos de la casa. Ahora me parece que estoy recorriendo con el dedo todos lo que dijimos y miramos esa tarde, todas las arrugas de la pared, las escaleras del granero, las alcobas tomadas por las palomas y la cuadra, y el eucalipto que fue levantando el suelo de la cocina y los rosales, y sobre todo todas los días allí, cuando estuve y cuando me lo contaron. Pero eso es otra historia.