miércoles, 23 de septiembre de 2015

Del despropósito de cambiar de estación y de lugar al mismo tiempo.






Siempre estoy donde no debo. Debería estar con la narrativa y el periodismo y ahí sigo con la Pizarnik y la obsesión de no encontrar no sé qué claves ni sé qué diferencias en las prosas de los poetas. Con la Pizarnik jovencísima me cabreo, por lo vocacional de sus depresiones, pero enseguida se me pasa porque me encandila su sentido del humor, absurdo, negrísimo.

Los cambios de estación se me hacen cada año más cuesta arriba. Con esa dolencia no contaba. Desde hace dos semanas soy una mujer hecha gripe, sólo he salido para el funeral de mi tío. Hemos estado en tantos funerales en un año que ya patina la cinta y se nos mezclan los muertos, diría que hasta han vuelto a plantearse fumar los que se quedaron sin coartada para salir a la puerta.

Pero quizá no sea el cambio de estación sino el cambio de espacio. La pérdida de un espacio vivo; abierto, poblado, diverso. Con agua, tierra, fuego y aire Con buho. Con ranas que saltan de una terraza a otra y hacen noche en la copa de los mangos; la familia de sapos prefiere venir al cine. Con el hijo de Antonio, que se aburre en el valle y se llega hasta la portá cuando estoy sola: primero me hace un interrogatorio y luego se pone a soñar con el año que viene, cuanto tenga una motocicleta. Y con José y nuestras eternas conversaciones sobre el comportamiento de lo verde. Y con lo verde.

Ya hasta me agradan los jinetes pijos, el molino es un paso ecuestre, que nos miran con interes científico: "mujeres típicas de la zona" oímos que decía un guía una tarde de invierno en la que, con ponchos mejicanos, tomábamos un bloody mary.


P.D. No todo van a ser lindezas, este año rondaba un perro con malas trazas que me obligaba a tomar el gin tonic flojo y con las defensas preparadas, eso sí, con hibisco recién cortado.