miércoles, 28 de septiembre de 2011

Reencuentro literal


Íbamos paseando por el camino de la fundición, yo tenía unos 17 años y creo que había hecho pirola, a la altura del puente verde José Mari me dijo:

-Y ya verás como podremos conectarnos a la biblioteca nacional y leer lo que queramos.

Se me caía la baba, pero no creí ni una palabra de sus premoniciones. Desde aquí le pido disculpas, casi treinta años después, por el ignorante escepticismo, y le doy las gracias por lo esclarecedor que me resultó luego su vaticinio.

Hace dos semanas vi un documental sobre la maleabilidad del cerebro y me regalaron un libro electrónico. No sé qué fue antes pero los dos descubrimientos se relacionaron íntimamente, y empecé a cambiar mis costumbres por si estaba a tiempo de conquistar un trozo más de sinapsis.

Con los libros electrónicos había hecho lo mismo que con los higos chumbos, calculé sus virtudes pero con displicencia, y decidí que llegarían solos. ¡Para qué quería yo mil doscientos libros en el bolso si lo que me pasa es que, cada vez más, leo los mismos muchas veces! Además había que disciplinarse, manejar el asunto con lucidez, porque la informática y sus posibilidades acumulativas ni son del todo inocentes ni nos dejan inmunes.

Cuando llego el aparatito a mis manos imaginé a la criada de Kien, el protagonista de Auto de fe, también en el paro, y recordé una frase de Borges que parecía una exigencia clave para manejar bien el invento: Ordenar bibliotecas es ejercer de un modo silencioso el arte de la crítica. Pero sobre todo empecé a acordarme de los títulos de todos los libros que he ido perdiendo con la certeza de que los recuperaría.

Y estoy pletórica.

Ahí estaban.

Y por eso no escribo. Porque estoy leyendo.

Imagen Ansel Kiefer