Carmen Calvo
No hay escritor sin gato, me dijo Julio
el otro día, y me callé porque yo no soy escritora y también
porque llegaba a destiempo esa imagen recurrente, la de habérmelos
tragado. Tampoco comenté, aunque me vino a la cabeza, la imagen
terrorífica de una gran chillazón de gatos en casa de María
Zambrano que relata Ullán.
Tienen capacidades mágicas esas
pastillas, le bajan el volumen al edificio y calman a los gatos del
estómago, que siguen estando ahí pero sólo ronronean. Ayer soñé
con Concha y con Rafa, me envolvían en una guata blanca y me
recetaban que no pensara. Es un sueño facilón porque más o menos
eso han hecho. Las pastillas han bajado también el volumen interno,
pero tienen contra indicaciones: además de indiferencia y sueño
provocan una holgura entre las palabras que antes no estaba, tanto si
leo como si escribo noto en que rincones no casan. Y en cuanto me
acerco más de la cuenta se ponen a chocar.
La peor condena en cualquier oficio es
no tener herramientas, me contó Vladimir, que aquel día trabajaba
de agrónomo, pero cuando se escribe es mucho peor porque nada lo
justifica, es una ausencia visible y sin embargo inexplicable, porque sin palabras, vos me dirás.Lo recordaré
tanto porque me lo contó en el lodazal donde se había quedado
encallado el camión aquel en el que viajábamos huevos, perros,
niños, muchas señoras, campesinos, fumigadoras, maquinarias,
sombreros, radios, baterías.
Así las cosas pensé que leer y
escribir no, pero quizá sí escuchar, pensar con palabras de otros.
Y ahí sigo, envuelta en una frazada blanca. Hasta el momento he visto y revisto entrevistas con Bioy Casares,
Foster Wallance, Cortázar el locuaz, por supuesto, Roberto Bolaño.
También mesas redondas, sabrosísimas: una entre Octavio Paz, Borges
y alguien más que no recuerdo, y otra bravísima entre Cortázar,
Juan José Saer y Roa Bastos en la que comentaban que el cine se
convertiría en otra cosa para ellos cuando existiera una tecnología
que les permitiera rebobinar.
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