Ángels Ribé
En la pesadilla sonaban sin cesar
Los Beatles, Elvis Presley y Sabina, yo estaba atareadísima porque me habían
mandado copiar La conjura de los Necios, y todo esto sucedía en unas sala muy
grande, decorada con cuadros de Frida Kahlo y Barceló. Había descansos en la tarea,
entonces me ponían una bata blanca, como la de la escuela, me hacían coletas y,
en una caseta muy pequeña con una televisión gigante, tenía que ver mucho rato a los payasos de la
tele, a Marco y a Heidi pegando berridos y mezclados.
Eso me pasa por seguir con la
lista de las cosas que no me gustan. O quizá por haber tenido desde la
infancia cierta culpabilidad cuando aquello bendecido por la mayoría me desagradaba:
¿Cómo se va a sentir una niña a la que los payasos de la tele ponen tan
nerviosa? No coincidir con los gustos de los demás hace sentir como un perro
verde, y no sólo en la infancia. Aunque con los años aprendes a callarte. ¡No
quiero acordarme de cuando casi enfermé leyendo La Conjura de los Necios! No podía ni tomar apuntes en clase sin que se manchara la escritura con el rumrum
de la prosa de Toole. Pero lo peor fue contarlo en pleno fragor, cuando todo el
mundo adoraba la novela. Años después B me contó que le había pasado lo mismo y
no fue lo de menos compartir esa reacción alérgica en los cimientos de nuestra
amistad.
No voy a seguir, no tenga que
soñar con esa cuadrilla otra noche. Supongo que nos pasa a todos, tendemos a de
correr riesgos inútiles con nuestro cerebro. Pero he renunciado a hacer
demasiadas cosas para luego no tener que soñarlas y ahora no me voy a jugar la
circulación neuronal.
La primera vez que tuve
conciencia de que necesitaba higiene mental fue con el ajedrez, en concreto con aquel ajedrez
inteligentísimo que mi padre trajo a
casa cuando tenía diecisiete y que me tuvo en jaque hasta los veintinueve. Soñando con danzas de caballos y reinas resistentes y mates. Achicharrando a Roberto y a José Manuel con otra, y otra, y otra, para poder
ganar alguna vez. Ya no he vuelto a jugar más. Aunque recuerdo la partida
diaria con Roberto como una de los mejores hábitos de pareja, de los que permiten ahondar en el conocimiento sobre uno
mismo y sobre el otro.
La segunda vez fue cuando se me
ocurrió montar Escuela de Escritura sola y aún no estaba casi inventado
Internet. Siempre me iba a la cama después
del corta y pega preguntándome si este invento era infinito o no, abarcable o
no, pero sobre todo seguía con la navegación mostrenca en sueños. Y también
tuve que dejarlo en medida de lo posible.
Hace poco tuve otro episodio injustificado y hermoso. Mis sueños han estado unos días llenos de hojas secas
y alfileres. La cosa empezó cuando cogí unas cuantas hojas de melocotonero y de
guindo para que Miguel las diagnosticara y las guardé en el cuaderno con tapa
de Frida Kahlo que me había traído Amanda. Al día siguiente se me fue la mano y
llené el cuaderno, que se transformó en un acordeón de hojas molineras, poco
después de volver se fueron saliendo, ya secas, y las empecé a
colgar con alfileres al lado de la cama. No sólo se mueven cuando soplo y hacen
sombra en la pared, poco a poco, cada una ha ido tomando otra identidad y ahora se parecen a los conocidos. Si tuviera cámara les haría una foto. Mas no.
Tiene sus rincones buenos las
neurosis oníricas: algunas noches sueño que leo y al despertarme me parece
evidentísimo que me estaba leyendo a mí, y algunos días escribo con la
impresión de hacerlo para tener qué leer mientras duermo.
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