Siempre hemos tenido esa tendencia
desaparecedora en esta casa. De pronto uno de nosotros se esfuma durante uno, dos
o tres días. Dejamos de verlo después del desayuno, o un poco antes de cenar, y
nadie se pregunta si está enfermo, o si se ha ido, sabemos perfectamente donde
está y hasta podemos intuir con quien.
Meterse a la cama a leer un libro tocho del
tirón requiere preparativos. Hay que tener libreta, boli, lápiz, tabaco, mechero,
algo de comida (mejor fruta), agua, ropa por si refresca. Vale salir a la cocina,
pero cuando los demás estén dormidos, la cocina de esta casa circular es el
aximundi, todos pasan por allí todo el
rato. Si nos hemos encerrado es porque no queremos oír durante la lectura
ninguna otra voz que la del libro. No hay cuidado si vas al baño, ya nos
conocemos, por el gesto se sabrá que todavía no has vuelto y nadie te va a dar
conversación.
Apetece más por estas fechas, cuando empieza a
refrescar, pero ahora todavía es una simulacro. Cuando procede de verdad es
cuando llueve. Entonces solemos practicar esas retiradas también en comandita,
después de cumplir con el ritual de rodearnos de hojaldres salados y bebidas espirituosas
y muchas almohadas, y poner esas sábanas de capullos rojos que quitan cualquier
depresión. Las lecturas así son intensísimas, no se va esos días uno con cualquiera, la gracia es
terminar el libro que te llevaste, y suele ser uno que te estabas guardando. También
es relindo ver como se va, silenciosa, la que antes termina su libro. Aunque
seas tú ya no eres del todo tú, sino otro tú que vuelve.
Como no está la niña Blanch yo me estaba
guardando uno de los que me mandó “Las auroras de sangre” de William Ospinna,
donde se analiza “Elegías de varones ilustres de Indias” de Juan de
Castellanos. Vengo, pues, de pasar dos días leyendo la crónica pormenorizada
del desencuentro de dos culturas, las anécdotas de un momento en el que aparece
un mundo nuevo y es ninguneado por las estrechas lindes de otro, a medias viejo
y a medias antiguo. Cuenta Juan de Castellanos con detalle la avaricia
devastadora de un occidente sordo, ciego y depredador con muchas imágenes. Algunas
con tanta fuerza como la de unos saqueadores de tumbas que, atacados por el
hambre y la malaria, mueren cavando la de sus compañeros, pero sin cejar en el
afán de conseguir el oro de las indígenas. Urgen libros que retraten la
avaricia como un virus. Este es uno.
Vuelvo también de recordar mi propio
descubrimiento de las Américas: si todos seguimos teniendo en el coxis un
reptil, también todos hemos descubierto América.
Cuando he salido del encierro me he dado cuenta
de que era innecesario. Sigo estando sola. Pero además me he dado cuenta de
algo peor: tenía que ir a tirar la basura y a por víveres a Sexitania.
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