Mariana Robles, nuestra profesora de
yoga, está consiguiendo que ese montoncito de carne acalambrada que
tenía bajo la barbilla se ordene. Tripas, piernas, vertebras,
cuello, vejiga, hombros, brazos, antebrazos, manos y dedos del píe
han comenzado a solicitarme cambios de postura, se quieren estirar
sin previo aviso, renuncian a mis naturales retorcimientos y, ahora
mismo, se han convertido en un coro que me quiere llevar a nadar. He
descubierto de golpe trescientos músculitos más y estoy decidida a
conservarlos. Después de tantos años sin tener apenas noticias del
cuerpo el reencuentro ha sido un poco desconcertante, como ocurrre
con los más conocidos cuando ya se han vuelto extraños.
Siempre quise ser la que leía en el
jardín desde temprano, me daba pelusilla encontrarme a Inge o a René
o a María Jesús allí desde el punto de la mañana y volverme a la
cama hasta las tantas. Todo llega. Espero que el insomnio no me
desbarate los horarios, porque me gusta esa otra manera matinal de
estar en danza, me gusta que ocurran cosas mientras los demás siguen
durmiendo.
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