Antonio Gómez
Estaba viendo con mi padre una película
sobre los atentados de Munich, siempre charramos mucho, la tele es
sólo un disparadero para seguir hablando, y le contaba que aquel
era uno de mis primeros recuerdos políticos. La tía Emma tenía gripe y estaba viendo la tele desde la cama con todas las luces
apagadas. Ante la insistencia me llamó al regazo y, me explicó tan
bien el conflicto palestino, que ya nunca ha dejado de preocuparme.
Tenía ocho años.
Nos enteramos de los atentados de París
por el puñetero móvil, desde entonces he cambiado poco de tema, soy
una adicta a la información, por mucho que predique lo contrario no
logro desengancharme. He crecido con mis tías, Emma y Aurora, cada una con sus cascos de la radio, haciéndose gestos mientras
leían periódicos, y con mi madre, más preocupada por unas
elecciones argelinas, mejicanas o francesas que por la comida del
domingo. Me va a costar dejarlo.
Más o menos ya todo está claro y todo
se sabe. Pero hay una relación que no he leído en ningún sitio, la
que se puede establecer entre los suicidas árabes y las maras
centroaméricanas. En ambos casos estamos hablando de la
radicalización de hijos de inmigrantes, de la segunda generación,
de personas que no pertenecen a ningún sitio, que no se identifican
con el país de acogida y tampoco se sienten parte del desconocido
país del que provienen sus padres. En ambos casos estamos hablando
de un problema afectivo; del de los que buscan pertenecer y se
refugian en una horda fuera de la cual todos somos enemigos. En
ambos nos referimos a una regresión tribal que pone el valor del
grupo por encima de la propia vida.
Y en los dos casos nos referimos a un
virús mortífero que EEUU cultivó y expandió desde sus
laboratorios sociológicos y ahora no controla, y que muta muy rápido.
¿O serán ocurrencias?
¿O serán ocurrencias?
No hay comentarios:
Publicar un comentario