Ahora tengo una intensa sensación de viaje cuando cruzo la vía para bajar a comer a casa de la tía Emma, constuida donde estuvo la de la abuela. De los veranos allí me queda el regusto de un tiempo colectivo, regulado por las campanas, me sigue pareciendo una danza tanta sincronía: a las seis al campo, a las doce y media a casa, a la una la comida, luego la cabezada y a partir de las dos y media al café, y así siguen, acaba de dar la una y media y llevo media hora sin ver un alma desde el bar de la plaza. Yo algunos veranos quiero ser regular y estricta, pero la dieta falla cuando no hay agujas que te sobresalten ni campanas que rijan el tiempo de todos.
Ya en la casa intento ubicarme y nunca lo consigo. ¿Entonces, la bodega era la cuadra?¿Y, dónde estaría el granero? El tío de María Jesús, el que se jugo la mitad de la casa que luego compraron mis abuelos , sería ludópata, pero también debía ser naturalista porque no arriesgo el jardín, el de la abuela era un pellizco triangular arrancado del suyo, pero con pozo. El pozo sí lo tengo situado, juego a imaginarlo debajo cuando me siento en la terraza que sobrevuela unos metros aquel corral ahora imaginario. Este verano tengo el proyecto de obsesionarme con los rosales de la abuela e intentarlos reproducir: menudo techo para la vejez una sombra de rosales.
2 comentarios:
Qué bonito lo cuentas!
Gracias Blanca, seguro que esa lentitud del tiempo en los barrios bajos tú también la notas.
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