lunes, 5 de mayo de 2014

¿Otro zapote, Enriqueta?





  

A mitad de mañana me ha perseguido Lezama con un cantadito.

Pepito, Pepito
si sigues jugando
te voy a meter
un pellizquito
que te va a doler

Ya que me acercaba me he quedado leyendo alambicados manjares criollos y de cuando el Coronel, henchido por el olor de un melón, abofetea al insustituible cocinero Izquierdo.


"Se acercaba el Coronel tarareando los compases de La Viuda Alegre, “al restaurant Maxim de noche siempre voy”, con el mismo gesto de la burguesía situada en un can can pintado por Seurat. Traía en el arco de su mano izquierda un excepcional melón de Castilla. Al acercarse contrastaba el oliva de su uniforme con el amarillo yeminal del melón, sacudiéndolo a cada rato para distraer el cansancio de su peso, entonces el melón se reanimaba al extremo de parecer un perro (…) El melón debajo del brazo era uno de los símbolos más estallantes de uno de sus días redondos y plenarios. Pasó rápido frente a su casa, para evitar el cuidado de los saludos del ceremonial y las señas y cumplidos que se abrían delante de su cargo. A paso de carga se dirigió al comedor, puso el melón de Castilla sobre la mesa y con su cuchillo de campaña le abrió una ventana a la fruta, empezando a sacar con la cuchara de la sopa lo que él llamaba “la mogolla”, “lo mogollante”, volcando sobre el papel de periódico gran cantidad de hilachas y semillas que atesoraba el melón. Con el cucharón, una vez limpia la fruta y ostentando su amarillo perfumado, la empezó a llenar de trocitos de hielo, mientras el olor natural del rocío que despedía la fruta se apoderó de todo el comedor. En esos momentos llegó la señora Rialta, y casi al oído le hizo el relato de lo sucedido con el mulato Izquierdo, cocinero de chaleco blanco y leontina de plata fregada. Sin perder la alegría que traía, y sin que el relato lograra inmutarlo, se dirigió a la cocina. Izquierdo, hierático como un vendedor de cazuelas en el Irán, adelantaba la sartén sobre el hornillo. Cuando se fijó en el Coronel, sumó en sus mejillas otra sensación: caían sobre sus mejillas cuatro bofetadas sonadas con guante elástico, hecho para caer sobre la mejilla como un platillo de cobre.-No haga eso Coronel, no haga eso Coronel, -repetía el mulato, mientras toda su cara se metamorfoseaba en gárgola comenzaba a lanzar lágrimas por las orejas, por la boca, corriendo por las narices como un hilillo olvidado. -Largo de ahí, váyase ahora mismo-le decía el Coronel, señalando hacia la espesa noche sostenida por el centinela del fondo de la casa. Izquierdo se puso el saco, no tan blanco como el chaleco, y se fue ocultándose al pasar frente al centinela como quien abandona un barco, como quien visita la casa vieja al día siguiente de la mudanza. Su cara de mulato, ablandada por las lágrimas, al desaparecer se había transfigurado en la humedad blanda de la noche.

Se probaron nuevos cocineros. Fracasos. Levantarse de la mesa decepcionados sin deseos de ir a la playa. El gallego Zoar aconsejado por la señora Augusta, fracasó al presentar unas julianas carbonizadas como cristalillos de la era terciaria. Truni, paseando por la cocina de prisa, queriendo terminar un punto macramé, aconsejada por la señora Rialta fracasó en un conteo equivocado de raciones de platos sustitutos, como huevos fritos, con miedo a la astilla de manteca que le quemase un ojo, friendo con agua del filtro, en cuya etiqueta de marca Chamberlain saludaba a Pasteur. El nuevo cocinero, temeroso a cada instante de ser despedido, miraba con sus ojos de negro ante los fantasmas, si el plato había fracasado. Y exclamando a cada fracaso: Así me lo enseñaron a hacer a mí, en la otra casa les gustaba así. La casa se desazonaba. La tarde fabricaba una soledad, como la lágrima que cae de los ojos a la boca de la cabra. Y el recuerdo de aquellos sucesos desagradables, de los que nadie hablaba, pero que latían por la tierra, debajo de la casa. La lágrima de la cabra de los ojos a la boca. La cara ablandada del mulato, sobre la que caía la lluvia; la lluvia ablandando la cara de los pecadores, dejando una noche de grosero rocío que enfriaba el cuchillo, haciendo que el centinela se enrollase toda la noche en sus mantas, o que el gallego Zoar se levantase cuando el mismo frío le exacerbaba el olvido, para cerrar cien veces la ventana"

Capítulo I

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