A mitad de mañana me ha perseguido Lezama con un cantadito.
Pepito, Pepito
si sigues jugando
te voy a meter
un pellizquito
que te va a doler
Ya que me acercaba me he quedado leyendo alambicados manjares criollos y de cuando el Coronel, henchido por el olor de un melón, abofetea al insustituible cocinero Izquierdo.
"Se acercaba el Coronel tarareando los
compases de La Viuda Alegre, “al restaurant Maxim de noche
siempre voy”, con el mismo gesto de la burguesía situada en un can
can pintado por Seurat. Traía en el arco de su mano izquierda un
excepcional melón de Castilla. Al acercarse contrastaba el oliva de
su uniforme con el amarillo yeminal del melón, sacudiéndolo a cada
rato para distraer el cansancio de su peso, entonces el melón se
reanimaba al extremo de parecer un perro (…) El melón debajo del
brazo era uno de los símbolos más estallantes de uno de sus días
redondos y plenarios. Pasó rápido frente a su casa, para evitar el
cuidado de los saludos del ceremonial y las señas y cumplidos que se
abrían delante de su cargo. A paso de carga se dirigió al comedor,
puso el melón de Castilla sobre la mesa y con su cuchillo de campaña
le abrió una ventana a la fruta, empezando a sacar con la cuchara de
la sopa lo que él llamaba “la mogolla”, “lo mogollante”,
volcando sobre el papel de periódico gran cantidad de hilachas y
semillas que atesoraba el melón. Con el cucharón, una vez limpia la
fruta y ostentando su amarillo perfumado, la empezó a llenar de
trocitos de hielo, mientras el olor natural del rocío que despedía
la fruta se apoderó de todo el comedor. En esos momentos llegó la
señora Rialta, y casi al oído le hizo el relato de lo sucedido con
el mulato Izquierdo, cocinero de chaleco blanco y leontina de plata
fregada. Sin perder la alegría que traía, y sin que el relato
lograra inmutarlo, se dirigió a la cocina. Izquierdo, hierático
como un vendedor de cazuelas en el Irán, adelantaba la sartén sobre
el hornillo. Cuando se fijó en el Coronel, sumó en sus mejillas otra
sensación: caían sobre sus mejillas cuatro bofetadas sonadas con
guante elástico, hecho para caer sobre la mejilla como un platillo
de cobre.-No haga eso Coronel, no haga eso Coronel, -repetía el
mulato, mientras toda su cara se metamorfoseaba en gárgola comenzaba
a lanzar lágrimas por las orejas, por la boca, corriendo por las
narices como un hilillo olvidado. -Largo de ahí, váyase ahora
mismo-le decía el Coronel, señalando hacia la espesa noche
sostenida por el centinela del fondo de la casa. Izquierdo se puso el
saco, no tan blanco como el chaleco, y se fue ocultándose al pasar
frente al centinela como quien abandona un barco, como quien visita
la casa vieja al día siguiente de la mudanza. Su cara de mulato,
ablandada por las lágrimas, al desaparecer se había transfigurado
en la humedad blanda de la noche.
Se probaron nuevos cocineros. Fracasos.
Levantarse de la mesa decepcionados sin deseos de ir a la playa. El
gallego Zoar aconsejado por la señora Augusta, fracasó al presentar
unas julianas carbonizadas como cristalillos de la era terciaria.
Truni, paseando por la cocina de prisa, queriendo terminar un punto
macramé, aconsejada por la señora Rialta fracasó en un conteo
equivocado de raciones de platos sustitutos, como huevos fritos, con
miedo a la astilla de manteca que le quemase un ojo, friendo con agua
del filtro, en cuya etiqueta de marca Chamberlain saludaba a Pasteur.
El nuevo cocinero, temeroso a cada instante de ser despedido, miraba
con sus ojos de negro ante los fantasmas, si el plato había
fracasado. Y exclamando a cada fracaso: Así me lo enseñaron a hacer
a mí, en la otra casa les gustaba así. La casa se desazonaba. La
tarde fabricaba una soledad, como la lágrima que cae de los ojos a
la boca de la cabra. Y el recuerdo de aquellos sucesos desagradables,
de los que nadie hablaba, pero que latían por la tierra, debajo de
la casa. La lágrima de la cabra de los ojos a la boca. La cara
ablandada del mulato, sobre la que caía la lluvia; la lluvia
ablandando la cara de los pecadores, dejando una noche de grosero
rocío que enfriaba el cuchillo, haciendo que el centinela se enrollase
toda la noche en sus mantas, o que el gallego Zoar se levantase cuando
el mismo frío le exacerbaba el olvido, para cerrar cien veces la
ventana"
Capítulo I
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