Mi vida sería bastante triste si no fueran absolutamente
reales las excursiones. Cuando digo que me voy con el tío Elias no bromeo. Me
zambullo en conversaciones tan intensas con él como si sucedieran delante de
una chimenea en Londres o en Viena. No me puedo
escapar de este año, pero sí entenderlo mejor después de leer el sofoco con el
que él habla, en 1937, contra el cine, y que se parece al horror que le provoca a
Umberto Eco y a tantos otros Internet ahora. Pero enseguida se le pasa la pataleta y
se pone otra vez apasionante el viejito. Hasta me propone salir:
Vaya usted a un local
popular, por ejemplo el antiguo y conocido O.K, siéntese usted en cualquier
mesa y trabe relación con una persona absolutamente desconocida para usted. Al
principio, no podrá por menos de
animarle con algunas frases complacientes. Pero cuando la persona en cuestión
haya empezado a hablar-y seguro que le gusta hablar, por eso va al O.K.-,
cierre obstinadamente la boca y escúchela con atención durante unos minutos. No
haga ningún intento de entenderla, no trate de averiguar lo que piensa, no se
compenetre con ella…sencillamente, preste atención a la exterioridad de sus
palabras. No pretendo que actúe así todo el rato, válgame Dios. Mi consejo sólo
sirve para experimentar de buenas a primeras, y de un modo rápido, lo que acabo
de denominar máscara acústica. Se dará usted cuenta de que su nuevo conocido
tiene una forma muy peculiar de hablar. No basta con constatar que habla alemán,
o que habla en dialecto; eso lo hacen todas o la mayoría de las personas de ese
local... No, su forma de hablar es única e inconfundible. Tiene su propio tono y velocidad, tiene su
propio ritmo. Encabalga las frases. Utiliza determinadas palabras y giros de
manera recurrente. Por lo general su lenguaje consiste en apenas unas
quinientas palabras. Se las arregla con mucha habilidad con ellas. Son sus
quinientas palabras. Otra persona, igualmente parca, habla con otras
quinientas. Si le ha prestado usted la conveniente atención, la próxima vez podrá reconocer a esa persona sólo
por su habla, sin necesidad de verla. Su forma de hablar la caracteriza y la
singulariza tanto como, por ejemplo, su fisonomía, que también es única. A esta
figura verbal de una determinada persona, a las constantes de su forma de
hablar, a esa lengua que le es propia, que sólo ella emplea de esa particular
forma y que con ella perecerá, es a lo que yo llamo su máscara acústica. Con
esto no pretendo decir que el dramaturgo haya de comportarse como un fonógrafo
ambulante que registra la forma de hablar de la mayor cantidad de personas posible
y que luego, según sus necesidades, compone dramas conforme a su propia colección
de mascaras acústicas. Eso vendría a constituir una forma tan mecánica como
cualquier otra de copiar la vida, que en sí misma tiene muy poco que ver con el
arte. Pero el dramaturgo tiene que saber oír; tiene que albergar dentro de sí
una vida lingüística suficientemente colmada; tiene que absorber a fondo lo que
ha oído y ser luego capaz de procesarlo, de modo que los personajes sean nítidos y convincentes por virtud
precisamente de su máscara acústica.
Si me dejara sustituir dramaturgo por escritor, narrador,
cuentista, me vendrían muy bien esos párrafos ¿Me dejará?
2 comentarios:
Qué buenísimo texto....y un gran ejercicio también para nosotros los psiquiatras....me encanta!
Besos a montones!!
qué bueno que te sirva.
Como ya sabes estoy pendientísima de ti. Mira, que me siento tía.
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