En la casa de la madre de
Margarita había un altar enorme dedicado a Romero. Si de algo he tenido miedo siempre es de las
candelas que se quedan prendidas por la noche, y a eso se sumaba al sobresalto
de encontrarse por primera vez en un territorio imaginado, al otro lado. Las amenazadoras
velas se quedaron en la sala y en la mesilla había una lámpara modernísima,
recién llegada de Los Estados, se manejaba sin mando, con cada golpecito cambiaba
de intensidad. Intenté
imaginar con las seis luces posibles lo
que había pasado en aquella habitación: a la madre de Margarita escondiendo
reporteros debajo de esa cama durante la ofensiva, o cuando cargaba munición
debajo de las papas para que se defendieran los muchachos, o el día que llego
del funeral de Monseñor Romero con la ropa caladita de sangre:
-Y ahí sí, ahí pensé ¡ya me he
muerto! Pero mira que no, que el muerto que tenía encima me salvó la vida. Y yo
allí me estuve quietita en la plaza, intentando averiguar si estaba viva o
muerta antes de mover un músculo. Mirando con el rabillo la plaza roja de
cadáveres. ¡Ni sé cuanto estuve quieta! desde entonces, desde aquel relajo, no
puedo dejar de ver la cinta de esa tarde, y tampoco me he podido volver a estar
quieta.
Pero aquí lo dejo. Hay cosas que no se pueden contar sin sentir pudor. De hecho escribir historias reales produce un pudor inmenso. ¿Cómo contar el día en que aquella hiperactividad hizo que su madre y Margarita encontraran el cadáver de su marido en un basurero?
P.D. Si viviera mi madre diría: Lo que me faltaba por ver, que te alegres por un santo. Y se alegraría conmigo.
1 comentario:
No conocí a Margarita, pero leyéndote me doy cuenta de que existen tantas Margaritas en El Salvador. También caigo en la cuenta de que el fenómeno religioso iniciado por la teología de la liberación en Latinoamérica impacta cuando lo conocés, más allá de la práctica o no de una religión.
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